La Revolución Bolivariana y posteriormente conocida como el socialismo del “Siglo XXI”, conducidos por Hugo Chávez y a su muerte por Nicolás Maduro, llega a los veinte años de ejercicio del poder y enfrenta los efectos del desgaste político propio de los años; una megacrisis de alcances desconocidos recientemente en América Latina, la presión y el aislamiento de la mayoría de los países latinoamericanos y la amenaza cierta de una intervención de Estados Unidos. ¿Cuál será el desenlace y cuánto parentesco podría tener con procesos revolucionarios ocurridos en el continente en las últimas décadas? Vale la pena un repaso por lo ocurrido durante esos años en Perú, Nicaragua y Chile, que más allá de las diferencias naturales de tiempo y realidades locales, aporta enseñanzas valiosas para desentrañar el ya conocido internacionalmente “Caso Venezuela”.
La Revolución Bolivariana conducida por Hugo Chávez y Nicolás MaduroPLAN INCA
Hugo Chávez solía recordar que el origen de su propuesta política fue inspirada en el “Plan Inca” del general peruano Juan Velasco Alvarado, quien junto a ocho generales más ejecutaron un golpe militar contra el gobierno de Fernando Belaúnde Terry, en octubre de 1968. El pronunciamiento militar se dio a partir de un acuerdo con todas las ramas de la institución y siendo Velasco el Comandante General del Ejército. Su gobierno se inauguró con un gabinete totalmente militar; anunciando y ejecutando medidas como la expropiación de los campos petroleros y la expulsión de las compañías estadounidenses; la nacionalización de industrias, bancos, ferrocarriles, pesca, minería y comunicaciones, algunas de ellas para fusionarlas con empresas estatales. Las inversiones extranjeras fueron reguladas y el Estado se convirtió en el principal inversionista.
Fue reivindicada la diversidad racial del país y se crearon fiestas nacionales para revalorizar y elevar la autoestima colectiva, como los días del campesino y el indígena. Se amplió el sistema nacional de jubilación; se crearon planes de salud y construyeron redes de agua y electricidad para los barrios pobres de Lima, proclamando el quechua como idioma oficial. Se trataba de un modelo nacionalista inspirado en el estilo de Nasser en Egipto, que entusiasmaba a muchos países del Tercer Mundo en su lucha contra los países desarrollados. Sin apoyo de partidos ni respaldo popular organizado, el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas promovió el Sistema Nacional de Movilización Social (Sinamos) para asegurar la participación directa de los peruanos en el proceso revolucionario. Velasco, a diferencia de las dictaduras militares que se esparcían en el continente, reestableció relaciones con Cuba, compró armas a la Unión Soviética, y despertó sospechas de que su plan armamentista procuraba un conflicto militar con Chile para reparar un viejo despojo territorial.
Era inevitable que el régimen sufriera las restricciones y amenazas de Estados Unidos y de la mayoría de los países latinoamericanos comprometidos en el dilema de la Guerra Fría, y más todavía cuando en septiembre del 1973 Augusto Pinochet derrocaba a Salvador Allende y con ello desataba una onda sísmica en los cuarteles suramericanos. Frente a las críticas de una oposición todavía severamente debilitada, el gobierno desató una represión que si bien fue selectiva, afectó directamente a los periodistas y a los medios de comunicación, muchos de los cuales fueron estatizados, y se cerró toda posibilidad para el voto popular. En agosto de 1975 el general Francisco Morales Bermúdez, compañero de gabinete, encabezó un golpe de Estado en la ciudad de Tacna, en la frontera con Chile. Se dijo entonces que con ello se evitaba un ataque militar planificado por Velasco para el 5 de octubre de ese año, y para el cual Perú se había armado con más de 2.000 millones de compras soviéticas, además de ser clara su supremacía militar en ese momento.
Velasco Alvarado había enfermado, para algunos colaboradores como producto de un envenenamiento, y era notorio el deterioro de su salud. Años después, el general Jeremías Rodríguez, uno de los miembros de su gabinete y responsable de los planes sociales, en una entrevista en Caracas contaba que recibió una sorpresa cuando visitó a Velasco en la clínica y éste aparentemente sin reconocerlo se levantó y comenzó a gritar: “¡comunista!, ¡comunista!, ¡fuera comunista!”. Morales Bermúdez, acosado por la situación económica y las circunstancias políticas, si bien formalmente asumió la continuidad del proyecto revolucionario, en la práctica abrió un período de franca flexibilización. El período de Velasco que había significado un cambio político notable, condujo sin embargo a una crisis económica causada por las restricciones del comercio externo, el bloqueo comercial de Estados Unidos, el cierre de empresas y altos niveles de desempleo. Pero sobre todo asfixiado por un cuadro internacional que resultaba favorable a las tendencias militaristas de derecha que comenzaban a dominar los países vecinos.
Las protestas populares se hicieron violentas y en consecuencia se incrementó la represión y la persecución política. Morales inició una etapa de rectificación y moderación del ritmo inicial impuesto por Velasco. En 1978, acorralado por el malestar popular, optó por la fórmula de la Asamblea Constituyente, contemplada en su programa “Túpac Amaru” que había sustituido el “Plan Inca” de Velasco. La Asamblea fue presidida por el líder del APRA Víctor Raúl Haya de la Torre, enemigo histórico del militarismo. Aprobada una nueva Constitución en 1979 se convocaron a elecciones generales el año siguiente, en las cuales resultó electo Belaúnde Terry, el mismo mandatario que 12 años antes había sido derrocado por la jerarquía castrense. El gobierno de los generales peruanos fue producto de una acción violenta y no de la voluntad popular; no tuvo el soporte de masas de procesos similares; careció de ideología y fue estrangulado finalmente por las tenazas de la confrontación geopolítica Este – Oeste. Un claro ejemplo de lo que Sergio Ramírez llama “las revoluciones malversadas”.
General peruano Juan Velasco Alvarado
EL SANDINISMO
El 19 de julio de 1979 entraban a Managua, acompañadas de un desbordante júbilo popular, las columnas de jóvenes combatientes sandinistas. Anastasio Somoza Debayle, el último heredero de una larga dinastía, abandonaba el poder y el país. De este modo, culminaba una lucha librada durante décadas contra lo que parecía hasta entonces, una inconmovible tiranía. Los soldados sandinistas cumplían la última fase de la resistencia. Ésta sin embargo, no había sido fácil y debió articularse con el apoyo de gobiernos extranjeros y organismos internacionales. La salida de Somoza fue negociada con Estados Unidos, y forzada por la OEA y los países del Pacto Andino, encabezados por Venezuela. La reunión final para constituir la junta de transición se realizó el 11 de julio en la casa de playa en Puntarenas del presidente costarricense Rodrigo Carazo, con la presencia de Omar Torrijos, el ex presidente José Figueres, y Carlos Andrés Pérez (quien meses antes había dejado el mando y estuvo vinculado al proceso de la insurrección).
El nuevo gobierno era una sumatoria de partidos y organizaciones con diferentes matices ideológicos. No fue fácil la discusión para conformar un equipo que tenía el objetivo fundamental de construir la democracia en una nación devastada por el despotismo y avanzar en políticas sociales hasta ahora pospuestas. La Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional fue integrada por Violeta Chamorro, Moisés Hassan, Daniel Ortega, Sergio Ramírez, y Alfonso Robelo. Se iniciaba una tarea de reconstrucción con apoyo de la comunidad internacional para constituir unas fuerzas armadas que sustituyeran la Guardia Nacional somocista, la reivindicación de instituciones plurales, el castigo a los responsables de muertes y crímenes hasta entonces impunes; y desmontar un entramado económico construido y gerenciado para los intereses personales del dictador.
El Frente Sandinista de Liberación Nacional fundado en 1963 era el factor más importante en la alianza de gobierno. Su secretario general Daniel Ortega, se había incorporado a la lucha clandestina desde los 14 años, sufrido prisiones, conocido el exilio, y junto a su hermano Humberto diseñado los elementos de la insurrección armada en vinculación con el ejército de Fidel Castro. Los otros integrantes de la Junta pertenecían a organizaciones de orientación moderada. La euforia desatada por el triunfo iba a provocar una temprana decantación en el alto gobierno, que había de resultar lógicamente favorable a la tendencia militarista de Ortega. De esta manera, la unidad inicial se fue resquebrajando en asuntos esenciales aunque mantenía el compromiso de apuntalar la experiencia democrática. En 1980, Ortega se transforma de facto en Jefe del Estado, e inicia la radicalización del proceso de la mano de la Cuba fidelista. Comienza la confiscación incontrolada y anárquica de viejos latifundios norteamericanos y de los favoritos del somocismo, que termina por afectar los medianos empresarios. Lo mismo ocurre con industrias que después de intervenidas, decaen en su producción, son cerradas y provocan desempleo. En una nación con escasos recursos se configuraba una crisis que afectaba a los sectores campesinos y trabajadores que en teoría, habrían de ser beneficiarios de la revolución.
La experiencia nicaragüense coincidió con la estrategia militar de Reagan en Centroamérica, territorio que para algunos habría de convertirse en un nuevo Vietnam. Los movimientos guerrilleros de El Salvador y Guatemala, guardaban lógicamente relación con el gobierno de Managua. Washington en respuesta, apretó las tuercas del bloqueo a una economía de subsistencia y sin capacidad para obtener financiamiento. Al mismo tiempo se inició la operación militar de “la contra”, que reclutó desertores y mercenarios con asesoría norteamericana y que dispuso de una clara superioridad bélica. En esos días, se registró también el viraje de la Unión Soviética en su política de ayuda a los movimientos del Tercer Mundo, y Cuba, el aliado directo del sandinismo entró en las tribulaciones económicas del “Período Especial”.
El descontento popular se generalizaba y habría de expresarse en las elecciones presidenciales del 25 de febrero de 1990, avaladas y supervisadas por instancias internacionales, y en las cuales la UNO, una alianza de 14 partidos encabezada por Violenta Chamorro, ganó la Presidencia de la República. La revolución no había sido derrotada por sus enemigos, por cuanto Chamorro y Ortega formaron parte de la junta de 1979, pero había resultado inferior a las expectativas de las mayorías. Es cierto que se esperaba una ofensiva final de “los contra” acuartelados en Honduras, pero la derrota sandinista fue provocada por políticas inviables impulsadas por la emoción revolucionaria, pero imposibles de que fueran materializadas en un contexto que demandaba una gestión mucho más apegada a la realidad.
Los gobiernos posteriores dieron marcha atrás a las principales medidas del sandinismo. Se recuperaron tierras y empresas expropiadas, y se buscó en condiciones precarias la creación de un esquema de economía mixta, pero todo ello en un país sobre el cual gravita demasiado el costo de la miseria y del atraso. Cuando Daniel Ortega, después de varios intentos fallidos ganó la presidencia el 2006, lo hizo no con el apoyo del sandinismo real, sino de fuerzas que se habían opuesto a sus políticas; estigmatizado por denuncias de corrupción, y con figuras, incluso de “los contra” de los años 80. Como señala la legendaria comandante Dora María Téllez, ahora opositora de Ortega: “Éste no es un gobierno de izquierda, es un gobierno populista de derecha, su principal aliado ha sido el gran capital y sus políticas han favorecido la concentración de capital en pocas manos y la creación de una capa de corrupción en el país”.
Daniel Ortega
LA TRAGEDIA DE ALLENDE
La victoria de la Unidad Popular que hizo presidente a Salvador Allende en las elecciones del 4 de septiembre de 1971 en Chile, se dio por los cauces pacíficos de la alternabilidad constitucional. No se trató de un golpe de Estado como el de los generales peruanos de Velasco Alvarado en 1977, ni fue el resultado de la caída de una dictadura como ocurrió en Nicaragua con Somoza en 1979. Allende triunfó frente a las opciones de Jorge Alessandri, conservador, y Radomiro Tomic, del sector avanzado de la democracia cristiana, con el 36% de los votos. Su victoria fue sometida a una segunda rueda en el Congreso Nacional, previa aprobación de un estatuto de garantías constitucionales con el apoyo demócrata-cristiano. Inició su mandato el 4 de noviembre del mismo año para aplicar su propuesta: “Vía Chilena al Socialismo”.
Allende era un líder comprometido con la democracia y se consideraba una de las figuras fundamentales de la política latinoamericana desde los años 40. Ahora se trataba de su cuarta candidatura presidencial y en torno a su nombre había consolidado la unión de las fuerzas de izquierda. Tendría el reto de sustituir el gobierno de Eduardo Frei, quien había obtenido la victoria en 1964 frente al propio Allende, con la propuesta de la “Revolución en Libertad”. Su gobierno introdujo importantes cambios en la economía, dirigidos a aumentar las exportaciones y para incrementar lo que llamó “la chilenización del cobre”. Al mismo tiempo, propició una reforma agraria gradual para expropiar el latifundio y creó un sistema cooperativo en el campo que otorgó 100.000 títulos de propiedad a los campesinos.
De alguna manera, el gobierno de Allende se proponía profundizar esas reformas de acuerdo a un viejo planteamiento de la izquierda chilena mediante la “nacionalización total” del cobre y una reforma agraria integral; además de la estatización de la banca y los seguros, y la participación de los trabajadores en la conducción económica. Sus medidas habrían de estimular una aguda lucha de clases en una sociedad que arrastraba desde el siglo XIX la presencia de un vigoroso movimiento sindical y como contrapartida, una activa organización empresarial. Pese a ello, en Chile con los años se fue consolidando una fuerte cultura democrática que junto a Uruguay, llegaron a representar ejemplos en un continente que oscilaba en el “péndulo trágico” de dictadura y democracia.
Además, la victoria de Allende habría de tener un enorme efecto en la política latinoamericana. Se trataba de la primera propuesta claramente de izquierda que llegaba al poder mediante el voto, una tesis que parecía negada por la historia después de la victoria de la Revolución Cubana en 1959. La aparente imposibilidad del acceso revolucionario mediante la vía electoral había estimulado a los movimientos guerrilleros latinoamericanos de los años 60. El hecho habría de tener también una enorme repercusión en la reformación política de la izquierda continental, e incidencia en la polarización geopolítica mundial.
Se comprobaba de esta manera que era posible mediante las reglas democráticas, iniciar el tránsito hacia el socialismo, y ello significaba una derrota para la línea de insurgencia decretada desde Cuba y que había sufrido años antes un severo revés con la muerte del “Ché” Guevara en Bolivia. Al mismo tiempo, para la política de Washington en manos de Nixon y Kissinger, representaba un peligroso antecedente, por cuanto potenciaba un camino que hasta entonces parecía cerrado para los partidos socialistas. De esta manera, la confrontación que se daba en el seno de la sociedad habría de tener efectos inmediatos en el plano exterior. Las fuerzas más radicales que integraban la Unidad Popular encontraron espacio para profundizar sus exigencias y reclamos de transformaciones económicas y sociales; y lógicamente, los sectores sociales que se sentían amenazados habrían de acentuar su resistencia a los cambios revolucionarios.
Allende presidió un gobierno ampliamente democrático, sin presos políticos, con riguroso respeto a la libertad de expresión, y permitió el juego de los partidos políticos. A diferencia de otros modelos autoritarios que apelaban a la represión y la violencia del Estado para garantizar el orden, en Chile se abría el espacio para una confrontación social inédita, que ante la impotencia y pasividad del poder formal amenazaba con la anarquía y la ingobernabilidad. Ese fue el rasgo de los “mil días” del gobierno de Allende. La presencia en 1971 de Fidel Castro, durante un mes recorriendo el territorio chileno y planteando la necesidad de radicalizar el proceso, entusiasmó al ala mayoritaria del Partido Socialista y al MIR, un movimiento emergente con apoyo estudiantil y de las capas intelectuales.
Los sectores de la derecha por su parte, entraron en acción mediante jornadas de calle y la organización de grupos de choque; alentados además por la política norteamericana, para la cual resultaba indispensable detener un ensayo político que podría desatar el contagio en los países vecinos. Posteriormente, se ha comprobado la participación de la CIA y de importantes empresas como ITT en la estrategia de desestabilización de Allende. En un cuadro semejante y en la línea de imponer el orden y evitar la guerra civil, se hizo casi inevitable la intervención militar que se materializó el 11 de septiembre de 1973 con la muerte de Allende y el comienzo de la dictadura de Augusto Pinochet. Debieron transcurrir 17 años para el retorno a la democracia, una vez que era evidente que la transición militar se agotaba y que la economía, que había logrado notables éxitos, requería de la flexibilización institucional que sólo proporciona la democracia. Desde 1990 hasta el 2018 presidentes demócratas-cristianos y socialistas se alternan en el poder mediante el conocido mecanismo de la Concertación. Más que una revolución, el proceso chileno fue una costosa refriega social, curiosamente al amparo del Estado de Derecho.
Salvador Allende