A los 9, Carlos Pérez Ariza leyó el Quijote, y lo hizo en voz alta, porque así se lo exigían en el cole malagueño de los hermanos maristas. Al término de esa hazaña músico literaria sería otro. Imposible salir indemne de semejante aventura, atravesada de elocuencia y resonancias magnéticas, y poblada de amores, sueños a caballo y demás lances. Debió encarnársele el verbo. La siguiente tarea escolar, ahora hacer una narración sobre sus vacaciones, estaba tan bien escrita que el padre Santiago dudó que fuera de su autoría. Tan impresionado quedó el cura cuando lo confirmó que le leyó el futuro: “Tú serás escritor”. Todavía no anhelaba ser periodista o novelista, pero aquellos antecedentes, cuando aún no tenía una edad de dos dígitos, son ahora su respuesta a la pregunta ¿cómo empezaste a amar las palabras? “Parece que siempre tuve facilidad para la escritura”.
Caraqueño y malagueño, según el lado de la orilla de la nostalgia, las letras han sido el vínculo en el trance de vivir a dos voces y dos circunstancias, y sin duda son el fabuloso país donde habita. “La palabra ha sido un asidero para mi vida, tanto en la docencia, mayoritariamente hablada, como la escrita”, que en su caso contiene el delta de géneros por los que navega con naturalidad: radio, televisión publicidad, literatura, poesía, novela, guiones y ensayo. Profesor que nació allá, completó sus estudios aquí hasta estudiar periodismo en la Católica y la UCV, y luego ejerció en la salas de redacción de El Nacional y El Diario de Caracas —emocionantes territorio ruidosos, humeantes, vibrantes y extintos— hasta que, a las puertas de la crisis, volvió al origen donde desarrolló su carrera como autor y catedrático en la universidad de Málaga. Su vida siempre entintada. “Sin la palabra seríamos seres incompletos. Por hablar-nos le hablamos hasta a los animales”, descifra admirado ante semejante don.
“Eso sí, hay que trabajarla, pulirla, afinarla como un instrumento musical”, desliza quien, de niño, tocaba la bandurria, suerte de mandolina española de seis cuerdas, cuando prefería la música por encima de todo, sin saber que su melomanía también abonaba recursos al autor. Trayecto complejo, arduo, tenaz el de esculpir textos, solo se avanza si uno se hace acompañar de la lectura, “es que sin lectura no se aprende a escribir”, sentencia mostrando sus galas, “en toda mi vida no he dejado de leer la poesía y narrativa rusas, estadounidenses y europeas”; en la región, entre los autores hispanoamericanos que lo han guiado, cita a Alejo Carpentier (tan musical), Gabriel García Márquez, “la realidad continental hecha prosa” y Mario Vargas Llosa, “la disciplina de la investigación”, su amigo. Voraz y precoz —“empecé a leer muy pronto” —, añade quien además del Quijote devoró toda la saga aventurera de Julio Verne, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson y Alejandro Dumas, que “también me ha interesado siempre la filosofía, y el teatro, género que también he abordado como autor…”. En cambio para el trabajo de investigación de su tesis doctoral en periodismo, bebió tanto de los clásicos como de Umberto Eco, “me enseñaron que la constancia es el primer mandamiento a cumplir para producir”.
La disciplina es un tema. No solo es horario (él prefiere la mañana, luego del desayuno) o el sudor que da la dedicación: es compromiso. En periodismo, por la urgencia, implica darle consistencia a los contenidos en tiempo perentorio. En la escritura de largo aliento se trata de tener cuidado devoto con cada palabra. “En alguna ocasión Vargas Llosa me dijo que por cada hoja escrita, él la reescribía unas cinco veces, eso es disciplina, válida para una novela cuya fecha de cierre no es tan rígida como una información diaria… toda escritura requiere de reescritura”. Disciplina también es acotar, pero más que limitarse, es aprender a crear dentro del margen, como el trazo exacto de la bailarina en el aire. Así como el oficio le ha enseñado a no abusar de las frases subordinadas y a la economía del lenguaje, y lo ha apremiado a decir lo máximo con la menor cantidad de letras posibles, escribir su columna de 500 palabras es todo un desafío épico: logra no pasarse por una, tampoco que una sola le falte en la suma.
“A la mayor disciplina a la que me he enfrentado, sin embargo, ha sido mi tesis doctoral de 700 páginas, por la minuciosidad requerida para ordenar los datos del estudio de campo, por el rigor investigativo que se exige, por el deber de la cita que puede ser un corsé, por la solicitud expresa de ausencia de recovecos, por el esfuerzo por la aproximación a la verdad”. El tema con que consiguió doctorarse en Periodismo por la UMA fue la libertad de expresión. Tema que lo obsesiona —y nos obsesiona—, y por cuya devoción ganó el Premio Iberoamericano de Periodismo en España, otra pasión suya es el cine, arte que lo hechiza y que también comenzó a tatuarse en su sensibilidad en la infancia, y continuaría por siempre al punto que lo ha llevado a dictar cátedra sobre el lenguaje cinematográfico y la elaboración de guiones, y a escribir El guión literario, teoría y práctica, cine y televisión.
También le fascina la Historia. “Es común creer que la escriben los vencedores, creo que hay que conocer y considerar el punto de vista de los vencidos, vieja enseñanza del periodismo y su justo mandato a favor de la consulta de las diversas versiones y fuentes”. Entender la Historia, dice, es fundamental para analizar el presente y proyectar pronósticos sobre lo que vendrá o esperamos. Siente interés inmenso por las Historias americana y española, paisajes tan suyos que lo depositan en su otro desvelo: el mestizaje. Lo conmueve la raíz, lo que vamos conformando, y de qué estamos constituidos, como cultura e identidad. “Después de la creación en 2017 en la UMA de la cátedra del mestizaje, y de que fuera nombrado director académico, inicié un trabajo por cuya investigación me he zambullido en sus tantas aristas, desde lo biológico hasta lo gastronómico, pasando por la música, el idioma y las palabras prestadas, la religión y su sincretismo”.
Tan intensa la conmoción que ha convertido el tema de los encuentros y viajes —paso previo y fáctico del mestizaje— en novela. La singlaura de la nao San Pedro desde Filipinas a Acapulco por el norte del Pacífico en cuatro meses y una semana de navegación en 1565 es el trasfondo de su obra Mar de valientes que espera se publique este año. “Tiene que ser una obsesión”, explica la curiosidad, el interés, el afán de descubrir, desmenuzar, verle el alma a un asunto. “Sin obsesión no se dominan los temas sobre los que quieres escribir”. También lo impelen el tiempo, y sus relatividades, y con ellas, el espacio. “Las tesis de espacio-tiempo del profesor Manuel Castell” —ahora mismo ministro de universidades de España— “plantean que a partir de la expansión del cibermundo pareciera que el espacio contiene el tiempo, que aun cuando es inabarcable está en ese espacio que se ha expandido…” y convertido en una vasta circunstancia que se prende a la política y se engarza al poder. “El estado que esté a la cabeza de tal desarrollo, que maneje las consecuencias de esa realidad paralela, la del cibermundo, dominará”.
Tiempos de verdades escamoteadas, de pluralidad y democracia compartida y expandida a la vez de fake news, de laboratorios que fabrican embustes y posverdades, y de publicación de datos sin confirmación echados en la red por autores que no tienen el oficio, tiempos de sobreinformación y desinformación y demás paradojas, hay que regresar a la palabra dicha con sentido. A la certeza y su dignidad. Al respeto por la claridad y enjundia de los contenidos. Que puedan soportarse por sí mismos, sin exaltaciones ni maniqueísmos. La forma siempre forma parte del fondo, ya se sabe, la enaltece, y está en la palabra que se yergue sin los bastones, rabos y ribetes del adjetivo y la exageración y en la musicalidad y en el sentido del ritmo, desliza el autor que por lo general trabaja con música de fondo: clásicos, jazz, instrumental. ¿Tal vez alguna pieza del repertorio venezolano?
Tiempo sin venir, Venezuela no es una página posible de pasar, por el contrario, es materia pendiente y foco de atención compulsiva aun a sabiendas de que el mapa nacional está marcado —hollado— por tramas exacerbadas que estos 20 años han repintado las sonrisas con el color del rictus, así como desorganizado las prioridades consensuadas y alterado, silenciado, envilecido las voces. Con un telescopio de alcance emocional monitorea la realidad del país despellejado y en pugna. Y en resistencia. Y acuoso. Como a la escritura, la escucha. Le lleva el ritmo. Como lleva la palabra desde la entraña, y también en los poros, como si fuera un perfume. La palabra es carne y piel. Meta e imán para ser amado.
Fabulador y autor de la frase la gente cree que la vida es verdad, estudioso de los hechos con pasión y a la vez desapego —pero no cinismo—, Carlos Pérez Ariza jura que si tuviera control del tiempo y pudiera colarse en la ficción en la película Medianoche en París quisiera que la carroza lo llevara hasta donde pudiera toparse con Ernesto Che Guevara, Napoleón Bonaparte, Adolf Hitler o César, hombres fuertes por decir lo menos, a quienes entrevistaría y seguro se alzaría con el Pullitzer. Sobrio y sin rencores, agudo y práctico, de varios amores y tantos vinos he aquí a un hombre de palabra que cuando le habla a los alumnos les dice vosotros debéis saber pero les advierte que la zeta solo si seta, y en la cocina; el otro espacio donde también se mueve con holgura. Para Carlos Pérez Ariza escribir es como cocer: hay que escoger con esmero los ingredientes o las palabras, luego reunirlos cada uno según los efectos que provocan hasta llevarlos al fuego o escogerlas con sentido y belleza para armar la estructura, y por fin servir, degustar y nutrirse, o imprimir, leer y nutrirse. Punto y coma.