Llevo días pensando en la seducción del fragmento. Entusiasta del collage me preguntaba si la inclinación hacia ellos se debía a que los trabajos cuentan una historia a partir de trocitos de otras historias. Un relato largo a golpe de vista. Muchos relatos pequeños en el detalle. ¿No es así la realidad? ¿No observamos lo que ocurre como imágenes en enjambre? ¿No percibimos lo que vemos como puntos negros que se mueven enloquecidos cuando el sol nos deslumbra? Si no nos detenemos a pensar, la vida pasa sin hacer ruido. Pero si desglosamos lo que nos rodea, cada ápice abre su interior mostrándonos un coloso. Así el mudo transcurrir del segundero en nuestra muñeca se amplifica, nos llena el pabellón de las orejas y se desliza hasta caer en el tímpano. Una lluvia de tic tacs rebota, traspasa membranas y navega nuestro torrente sanguíneo en forma de silencio atronador, de angustia sin contexto, de disparador de instantes felices repletos de voces, texturas, imágenes, sabores. Esas partículas mínimas son en realidad trampolines, pértigas, resortes bajo los pies. Nos movemos a la velocidad de la luz sin abandonar el espacio objetivo.
Georges Perec habla de interrogar a lo habitual en un libro llamado Lo infraordinario. El escritor invita a hacer un inventario de lo que parece insignificante, de lo que cobija una melodía interna, una narración por despegar. Compilador de tesoros que la cotidianidad enviste de invisibles, Perec ausculta paisajes y objetos para aproximarse a lo que somos, pregunta a una cuchara de postre o indaga sobre lo que el papel tapiz de la pared esconde para hacer hablar a las cosas comunes, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, darles un sentido, un idioma. El alma de las cosas habla, pienso.
Seguramente Bernini se preguntó qué contaba el mármol y labró una ruta de golpes suaves y precisos que llegó a la respuesta: serenidad en el rostro del Anima beata y rabia en el del Anima dannata. Gestos eternizados en una piedra que condensa varios relatos: el que cuenta ella per se, el que recogió el escultor, el que admira el observador, el que existe en el espacio que transcurre entre la mirada de la imagen y la mirada del otro. Conocer es comer con los ojos, apuntó Sartre y ese pensamiento me regresa al hambre de un joven Hemingway que apuraba el paso hacia Shakespeare & Co tapándose los oídos para no escuchar lo que las marquesinas de los cafés y los restaurantes circundantes le gritaban. Hemingway que en esos años era Tatie y también un amante de la pintura comprendió que el hambre era una herramienta: el vacío le permitía comprender mejor las composiciones de Cezánne. Esta es la parte de la historia que existe entre mis ojos y los ojos del Anima dannata.
Recojo el sedal: la expresión furiosa del busto me lleva a pensar que tengo hambre. De ahí a Hemingway, a Jean Paul Sartre, a Peret, a mi collage de lecturas. Una imagen me traslada a mis dos incertidumbres: la rama de un árbol intentando entrar en la sala de exposiciones me recuerda al perfil de mi montaña enmarcado en un edificio espejeado. Hago un inventario y sigo las instrucciones; pregunta, pregunta. ¿Qué hay en los colores de ese Tiziano? Las yuntas que adornaron una mañana los puños de una camisa de tejido hermoso. ¿Qué dicen los dedos del chico que dobla y redobla el programa de la exposición? Ha ahorrado mucho para venir a Madrid, para ver El Prado, ahora está aquí y la belleza lo enmudece, lo sacude, lo que siente se acumula en sus dedos. ¿A dónde te lleva ese altavoz semi escondido? A las ciudades lejanas en las que retumba la voz de los que amo. Eloy Tizón sostiene que el acelerador de partículas más eficaz es la palabra: la máquina del tiempo es la escritura. Entonces gracias a la escritura en este momento siento 3 grados y 30, disfruto unas esculturas sublimes y simultáneamente estoy sentada en un banco de madera un poco cojo, frente a una mesa vestida con un hule a cuadros, bebo cerveza espumosa, huelo salitre. Veo a Bernini y como pescado frito.