Mil veces
implora Georges Floyd, 46 y taxista, al policía Dereck Chauvin que le quite la
rodilla del cuello. No puedo respirar, no
puedo respirar… por favor... La hinca con todo su peso, que no es el de la
ley, quitándole el aliento. Imperturbable, después de nueve minutos, por favor… por favor… levántala… me duele el
estómago… me duele el cuerpo… me duele todo…no aguanto más, Chauvin le
quita no la rodilla sino la vida a Floyd. Luego de perseguirlo por las
autopistas de Minneapolis, por una infracción de tránsito, lo alcanza, y somete
en la vía pública. Al hombre que mantiene tendido, la cara adherida el asfalto,
pero si no he hecho nada, hombre, no
le impone una multa sino que lo mata, como registra el dramático video,
el 25 de mayo.
Estallan
las protestas y el eco rebasa las fronteras de Estados Unidos. Costra sobre
costra en la piel indiciada de la sociedad, abisma al mundo este acto violento,
lamentablemente con precedentes. Por ejemplo, en 1992, cuando la llamada Revuelta
de California. Rodney King también es forzado a salir del auto y una vez contra
el piso es molido a palos esta vez por cuatro policías. Milagrosamente se salva
de no morir pese a la andanada de garrotazos que lo rompen de pies a cabeza y transforman
su ojo derecho en algo parecido a un puré de remolacha. Con ambos ojos, el
desportillado y el sano, verá en primera fila el proceso a los oficiales que resultan
absuelto por el jurado. Con ambos ojos llora. La reacción virulenta es
inmediata. Se contabilizan en millones de dólares las pérdidas causadas por los
saqueos a tiendas y comercios. Se han de apagar 19 incendios. Suman dos mil los
heridos, ay, y 63 los muertos.
Ustedes nos enseñaron a saquear, ustedes
nos han saqueado, ustedes nos enseñaron la violencia, ustedes han sido
violentos con nosotros,
dice una joven la víspera del funeral de Floyd. Floyd Lives Matter se convierte en consigna viral y masiva. Hay
quien dice que las protestas están infiltradas por la izquierda y el foro de
Sao Pablo. Otra muchacha harta de la violencia llamada racial y acaso de las
categorías que acotan asegura que ella es también negra e igual ha tenido
oportunidades de superación, y que tomó todas las que le ofreció la vida. Como
Ophra Winfrey. Como Obama, que pide calma y asegura que tiene esperanzas. Donald
Trump, opíparo en las redes, no envía ni un tuit de condolencias el 9 de junio,
fecha del funeral de Floyd. Citan a Kennedy: Las diferencias que ahora nos separan pueden ser nuestra fortaleza.
Floyd, recuerdan, es nieto de esclavos.
En 2004, en
Plaza Venezuela, 40 activistas del chavismo colocaron una soga alrededor del
cuello broncíneo de Cristóbal Colón que del pedestal pasaba al cadalso. La
estatua del navegante, de quince metros de altura, se partió en pedazos y como
botín de guerra, los toletes fueron paseados para la humillación simbólica del culpable, ejecutado por haber traído la
dominación, las diferencias, la esclavitud a América (llamada así en honor a
otro navegante, Américo Vespucio —yo conquisto, yo nombro ¡el mismo principio
intacto de yo rebautizo yo borro, del chavismo!—).
La figura
del almirante de los viajes iniciados para confirmar la redondez de la Tierra —!Tierra! !Tierra!—, el que se hecha al
mar para medrar y conocer mundo —así como salimos de África ancestral, Colón
salió de Puerto de Palos dice el escritor venezolano Juan Carlos Chirinos—,
llegó hecha trizas hasta el Centro de Caracas —Tierra de gracia—, entre las chiflas de sus verdugos —rodilla en tierra— y alguien se
preguntaría: ¿es esto el origen? ¿y quién mide el tiempo?
El filósofo
venezolano Manuel Briceño Guerrero decía que en nuestro país no habíamos aun
conciliado las tres culturas que nos constituyen, y que éramos, todavía siglos después,
a la vez el liberto retrechero, el sometido disminuido o el soberbio mandamás.
¿Solo nos pasa a nosotros? ¡Cuánta lentitud!
La
globalización empezó en 1492, cuando nos reencontramos tras los tantos milenios
de nostalgia por la Pagea ancestral. Pero hace apenas pocas décadas que el
término fue acuñado y convertido en debate. Unos le temen, suponen que sus
culturas serán arrasadas por las más fuertes y dominantes, otros entienden que
vivir es intercambio aun cuando hay lugares donde todavía no se ha desarrollado
ningún tipo de escritura y queda claro que Occidente y Oriente, polos opuestos,
no se atraen. En un mismo país las diferencias son muros. Y así como hay muros
que caen (Berlín 1989) otros se anuncian (Trump, ahora).
En
Venezuela hemos tenido muchísimas protestas, marchas, manifestaciones, verbigracia
el Caracazo (27 de febrero de 1989), desmadre de saqueos y muertes sin contar,
vaya, por el alza de la gasolina. Hay diez diarias y miles no de horas sino de
meses, con récord de asistencia convocadas durante y contra el gobierno de
ultraizquierda liderado por los mismos que reivindicarían para sí la autoría
del Caracazo. También heridos, también muertos sin contabilizar en estas, de la
llamada megamarcha del 2002 hay dos videos que cuentan los sucesos de manera
distinta, la versión oficialista salva a los que representan la seguridad, como los tribunales
absolvieron a los que dispararon a los caminantes desde Puerte Llaguno. Sobresale
de la marcha del 23 de enero de 2009, además de los chorrerones de agua de las ballenas derribando a los manifestantes,
la tristemente célebre frase de Chávez: échenles
gas del bueno, gas pimienta, gas lacrimógeno, gas a los opositores.
Imágenes
dramáticas han recorrido las pantallas de celulares del mundo, incluso de la
tele. De muertos y heridos, de personas pateadas y también maltratadas en el
piso pero el mundo parece menos conmovido con las expresiones de nuestra
narrativa a favor de cambio. Hay países epicentro, hay países periferia. Igual
debe resultar imposible de borrar a quien la vea, a quien la haya visto, la
imagen de la policía venezolana que, en las protestas de varios meses de 2017, somete
a una muchacha presente en las del día. Luego que la tira al piso, se le sienta
encima y con su casco le revienta el rostro a punta de repetir el movimiento
con fuerza: un golpe y otro y otro hasta desfigurarla. Es la punta del iceberg.¡Este país fue fundado en protesta cada
expresión de libertad e ideales han sido ganado con esfuerzo!, diría Kennedy
con relación a los conflictos de su país. ¿Sirven las protestas pacíficas de
algo?
Se cumplen
tres años de la muerte de Neomar Lander —la
lucha de pocos que vale para todos—, de Juan Pablo Pernalete, del violinista de los tantos que
fueron heridos fatalmente, ellos con escudos de latón y piedras. Informes
políticos internacionales dicen que quizá si las protestas hubieran durado más,
o los muertos en vez de 300 rebasaran los 500 o mil hubieran atraído más la
atención global. ¿No valen los muertos de hambre? ¿Los que no consiguen nada en
la basura que escarban? Maracaibo está
muerta. Nos la mataron, sólo quiero que viva, le dice atravesada de dolor
Marlene Nava a Milagros Socorro en una entrevista publicada hace pocas horas. No hay luz ni gas ni agua, lo que abunda es
el hambre, añade y sus ojos arden como los de todos con la imagen que
registra. Niños que hurgan en las bolsas y exhiben las bocas sucias, embarradas
de los jugos podridos de lo que han engullido.
Jonatan
Alzuru, filósofo venezolano dice: Tenemos
que poner atención a las prácticas. No se debe, no se puede matar. Más a que si
el victimario o la víctima son de la llamada derecha o izquierda. Se ve la
política como los dogmas que validan las acciones a convenir. Desde la
explicación parcial del manual. Que descanse en paz Floyd, su funeral el
pasado 9 de junio, Neomar Lander, Juan Pablo Pernalete, que reviva Maracaibo y
Venezuela.