1.
Hace muchos años, más de los que yo imaginé que iban a transcurrir entre lo que voy a contar y este tecleo, tomé un taxi. Fue en Madrid, en una calle que me asombraba y me sigue asombrando. La calle se llama Costa Rica y yo, recién aterrizada, organizaba en mi cabeza la ciudad que todavía no manejaba. Le pregunté al taxista el porqué del nombre de la calle y despachó mi curiosidad con un ¡A ver… se llama Costa Rica porque se llama Costa Rica! Yo le contesté que se nombra por alguna razón y le conté que en mi país las esquinas cuentan historias desde sus nombres. Nombres que le recité sin que me invitara a hacerlo. Cuando pronuncié Peligro y Pajaritos bajó el volumen de la radio, me miró desde el retrovisor y me soltó: Peligro y Pajaritos. Vuestras esquinas os cuentan. Venís volando, huís con miedo. ¿Vais a vaciar vuestros países? Contrariada le pregunté: ¿De dónde soy? De donde no estás, contestó y volvió al fútbol en la radio.
2.
Ya no cuento. Cuento historias, sí, pero ya no cuento el tiempo. El transcurrir entre la vida que sigue sin mí, allá, mientras me veo como un holograma, como una imagen congelada, como algo que vaga en sueños. Esa medida pertenece a los números crueles, cifras que guardan lecturas complejas. Algo que se abre en púas como un puerco espín antipático. Escindida siempre, superpongo planos geográficos. Leo en las redes sociales a un joven autor español, Matías Candeira, que describe cómo una pescadera alza su brazo y lo deja caer decidida sobre un atún. La mano es precisa en su manejo del machete. Rueda la cabeza del animal, da tres saltos sobre el mesón de madera y cae al piso. La luz irisa las escamas y un ojo mira hacia adentro. La mujer observa el reflejo de las escamas en su delantal. Lenguas coloridas acompañan a las manchas de sangre. Mira a su marido llena de ternura y le pregunta ¿te acuerdas? (La belleza está en donde menos pensamos).
3.
¡Claro que me acuerdo!, le digo al amigo que también se fue y que vive en un país vecino. Pero acepto el trato. Tú me enseñas a volar papagayos y yo te escribo un cuento. Hablamos, nos reímos, nos reconocemos en la base de un acento que nos une con exponentes que nos enmarcan geobiográficamente. Compartimos amor y preocupación por la tierra. La cuna. Esta es la historia de una niña que no sabía volar papagayos. Su papá la llevó a un descampado, corre, le dijo, y no sueltes el hilo. La niña corrió, no mires al piso, no mires hacia atrás, corre, le dijo el papá. Pero la niña vio que el horizonte guardaba una pendiente que entendió como abismo, frenó en seco, se torció un tobillo, se cayó y se hizo la desmayada. El papagayo la acompañó. No puedes frenarte frente a un obstáculo. Míralo, calcúlalo y enfréntalo. Sólo así podrás volar. La niña no escuchó el consejo porque tenía la oreja pegada a la tierra midiendo un sonido. Regresó a la casa con dos raspones en las rodillas y un gato que se escapó en silencio días después.
4.
Víctor Klemperer escribió un diario que tituló: La lengua del III Reich. Agenda de un filólogo. Lo escribió a escondidas. Despojado de su título universitario se vio obligado a trabajar en una fábrica. Pero la identidad es terca, el alma es terca, el espíritu es terco. En su jornada laboral analizó el habla del poder. El Régimen atrofió la lengua alemana para forzarla a la ideología. El descubrimiento más terrible fue comprobar que la neo lengua permeó en la población sin óbices. Cuestionar la torcedura lingüística es resistir, concluyó.
5.
Quedarse. Irse. Los que permanecen. Los que se marchan. Los que luchan con fiereza desde adentro. Los que luchan con pasión desde afuera. Los que se revuelven de indignación haciendo colas. Los que se llenan de ira viendo cómo se depaupera imparable el mapa. Quédate. Vete. No regreses. Ven, vale, con cuidado te lo pasas bien. Tampoco es para tanto, se exagera mucho. Si vienes tráete la vida. No critico a los que nos dejan. Es muy fácil sufrir en comodidad. Quien tiene bodega que la atienda. ¿No querías quedarte? ¡Pues no te quejes! ¿Y quién te mandó a agarrar ese avión? Aquí se sufre pero se goza. Me quedo por mis principios. Lo dejo por mis hijos. Aquí están enterrados mis muertos, no puedo dejarlos. Me quiero ir porque me harté. Si estás afuera no tienes derecho a opinar. ¿De verdad el problema está en estas frases? Son palabras escritas sobre una tapia. La tapia que nos dejamos poner. La tapia que no queremos saltar. Hay que mirar lo que hay detrás del muro: albedrío. Un territorio sano no señala a sus habitantes por permanecer o partir. Tampoco exige o valida razones. Los países democráticos entienden que el flujo es crecimiento y cultura. Las personas libres dejan vivir porque viven. Creo que Víctor Klemperer diría que estamos hablando como aquello que rechazamos.
6.
Un papagayo se mueve entre el lejos y el cerca por una cuerda que la mano maneja con destreza. Si tensa mucho la cuerda se rompe y el papagayo cae haciendo círculos hasta estrellarse en el suelo. Si se suelta sin medir el papagayo se aleja descontrolado y puede venir una corriente de aire y llevárselo lejos. Quizás hasta la estratósfera. Un papagayo roto en el piso como un pájaro muerto es una cosa triste. Un papagayo que vaga suspendido sin posibilidad de retorno también.
7.
Vasko Popa habla de un álamo. Del álamo dice que un día llegó un bulldozer y como un toro embistió al árbol. Un hombre mayor que por allí pasaba se detuvo, se quitó el sombrero, saludó a las raíces, al tronco, a las ramas, a las hojas, a la copa. Agitó el paraguas y gritó a todo pulmón: No te dejes vida mía. El poema se llama Álamo y transeúnte. Pero también podría llevar el nombre del país junto al nombre de cada uno de nosotros. No nos dejemos.