Para llevársela, los dioses necesitaron más que vientos. Chica buena en la pantalla grande, la actriz de “cualidades histriónicas inconmensurables”, como resumen los obituarios, se le plantó a las tempestades y les dio cara; cara que la belleza jamás abandonó. Y si vivir es una victoria, hace mutis victoriosa veinticinco días después de cumplir los improbables 104, un año más que los que tenía el otro tenaz, Kirk Douglas, fallecido en febrero y con quien sostuvo a dúo las últimos festones de la llamada época dorada del cine hollywoodense. Dos que se despiden de la escena con cinco meses de diferencia, el dos, vale decir, será un número recurrente en el juego de dados de su destino: dos Oscares, dos Golden Globes, dos hijos, dos maridos y, de los más complicados, el dos que constituían ella, Olivia de Beauvoir de Havilland, y su hermana Joan Fontaine. Dos hijas de una madre que azuzó entre ellas la competitividad por su amor desde que eran niñas, nunca lo superaron.
Nominada por su papel como Melanie Hamilton en Lo que el viento se llevó, “el mejor melodrama del mundo”, según el crítico de cine, escritor y exdirector de la Cinemateca Nacional Rodolfo Izaguirre, Olivia de Havilland no pudo defender el filme que recientemente fue extraído de la grilla de piezas inolvidables por los contenidos racistas y, por ahora, confiscado de las salas de proyección. “El racismo es una realidad terrible y sin lugar a dudas lo es la esclavitud, tragedias humanas sin superar por cierto, la película reconstruye esa realidad, no es su promotora, qué disparate, pero es que privarnos de ver el paneo que hace el filme sobre esos hechos que denostamos no los resuelve pero, en cambio, sí nos impide aproximarnos a una obra maestra de secuencias memorables, con una música que es leyenda universal e interpretada por actorazos, Olivia de Havilland, por quien se acaban de apagar los cenitales, y Vivianne Leigth, Clarck Gable y Hattie Mc Daniel ¡precisamente la primera actriz negra en ganar un Oscar por esa película!”. Havilland hubiera podido decir: “!Pero si yo abolí la esclavitud en Hollywood!”
Artista tan empacada en lentejuelas como envuelta en diatribas, es decir, no precisamente afecta al mutismo y a bajar la cerviz, la celebérrima intérprete que llega al cine, luego de su celebrada actuación en Broadway de Sueño de una noche de verano, tendrá una vida movida no solo en el cine, el teatro, la tele y la radio. Fue una suerte de guerrera que si no protestó la reciente exclusión de las carteleras del filme estrenado el 15 de diciembre de 1939, por sus contenidos que recrean lo imperdonable, sería por que no tuvo chance. Aunque al parecer, todo lo que tiene que ver Gone whit the wind está archivado con un celofán mítico. Tampoco habría dicho nada, para bien o para mal, cuando su hermana afirmó que fue gracias a ella que Olivia de Havilland había participado en la cinta, acaso exigiendo gratificación.
No son pocos los ejemplos de cómo las tensiones familiares se desbordaron del ámbito íntimo y abonaron la rivalidad entre las hermanas de gemela vocación que se abrían paso jovencísimas en la industria, entre respingos y frases deslizadas sin cortapisa. Uno de tantos es este que tiene que ver con la participación de Joan Fontaine en el casting de la película que dirigió Víctor Flemming. Trajeada con prendas excéntricas e inapropiados ringorrangos fue descartada. Se supone que fue cuando sugirió que por qué no convocaban a su hermana “la sobria”. “Ella me debe su papel en Lo que el viento se llevó”, fue lo que dijo.
En el mismo palco, en la misma primera fila, se encontrarían más de una vez en la alfombra roja viéndose con retintín. Galardonadas y frecuentemente nominadas, en 1942 llega el pique al paroxismo cuando ambas pueden alzarse con el Oscar, Olivia por Si no amanece y Joan por Sospecha. La sala entera soltaría un ah de asombro. La favorita, Olivia, perdió. Dicen las crónicas que Joan quedó paralizada en su asiento y que fue la hermana mayor la la conminó a subir. ¿Puede haber algo perturbador en eso? Joan diría luego: “Me casé antes que ella, tuve mi primer hijo también primero, asimismo le pasé por delante con el Oscar, supongo que sí la hará feliz ver que la aventaje a la hora de morir”. En efecto, la menor murió el 15 de diciembre de 2013, cuando se cumplían 74 años del estreno de la emblemática cinta, sin que se tenga noticia de la reconciliación que la prensa rosa o amarilla pesquisó sin éxito, con el mismo interés con que registró cada línea que intercambiaron las hijas de Lilian Fontaine de Havilland.
Conflicto histórico el de hermanos, llámense Noel y Liam Galagher de Oasis, llámense Adolf y Rudolf Dassler, dueños de Adidas y una vez separados, el último el fundador de la marca Puma, llámese Venezuela —ay—, o llámese planeta Tierra, los despachos reseñan con fruición y deleite que cuando Joan, que ya había ganado el Oscar fue a felicitar a su hermana Olivia, que se hacía de la estatuilla luego de la cuarta nominación, no encontró el gesto esperado, el que recibiera su sonrisa y brazos abiertos. Qué penoso. Caín y Abel, intensos hasta literalmente el final, no pudieron escabullírsele a la mala prensa. Ellas tampoco.
Dos maridos de apellidos interesantes, Goodrich que debe traducirse como buen rico, y Galante, Olivia de Havilland, amó a James Stewart, a Howard Hughes, que al parecer volteó a mirar a Joan Fontaine con muy buenos ojos, para remate del cortaplumas, y a John Huston —irlandés mercurial— y amigo de Ernest Hemingway. También amaría, claro, a su primer esposo, el escritor y veterano de la armada Marcus Goodrich con quien tuvo a su hijo Benjamín, matemático que a los 19 fue diagnosticado de una terrible enfermedad. Ella lo cuidó hasta que se fue prematuramente; igualmente, y sin reparar en que estuvieran separados, al ex marido que se había mudado enfrente —la ocurrencia no la patentó Woody Allen— y también enfermó gravemente. Lo atendió hasta que murió, tres semanas después del hijo de ambos.
Con el segundo esposo, Pierre Galante, periodista francés, tuvo a Gisela. Se mudaron a París y aunque no tuvo ofertas para trabajar como sí tuvo viviendo fuera de la Meca hollywoodense Jane Fonda, por ejemplo, se habría sentido complacida, dirá en una ocasión, criando a su hija con la paz que ella desconoció. Nacidas en Tokio, donde su padre es profesor, Olivia y Joan se mudan con su madre a Nueva York, luego que sus padres se separan. Serían un triángulo de intensidades como los triángulos lo son.
Quién sabe cómo se desarrollaron sus pasiones, sus juegos, sus devociones de manera que ambas adoraron el trabajo fascinante de encarnar a otros, de ser habitadas por sueños ajenos, de tener la posibilidad de vivir otras vidas sin sus consecuencias, como dice Robert de Niro. La madre aplaudiría a una y a otra por separado, y separadas quedaron por siempre. Oscarizadas, sin embargo es Olivia la que vive su oficio en distintos planos. Además de actriz se revela como gremialista. Sin menospreciar su larga trayectoria de 50 películas, siete con Errol Flynn, confesará que le aburre el rol de eterna dama exquisita que la encasilla; vivir la trama a la vera del protagonista masculino habría dejado de resultar un reto seductor. Sorprende entonces con el rol de defensora de los derechos de los trabajadores. Aquí el conflicto tiene otras dimensiones. La niña que le saca la lengua a la hermana ha desaparecido.
Primera mujer en presidir el Festival de Cannes, vaya punto a favor, por ser acusada de incumplimiento de contrato, Olivia de Havilland le monta pleito nada más y nada menos que a la Warners, el estudio que la había contratado por siete años como entonces era costumbre. En la cima pero con las reiteradas ofertas de pelis similares, esas que ya no la conmovían, declinó una y otra vez las propuestas que le hacía el consorcio con el que tenía exclusividad firmada. Sus reiteradas negativas también les aburrió a ellos. Los estudios, cansados, la castigaron por ello.
Cuando los siete años del convenio transcurrieron con muy pocos proyectos realizados, quiso Olivia de Havilland desembarazarse de lo que juraba era no un compromiso de trabajo sino una cárcel de oro (Lila Morillo la entendería). No más cumplido el lapso, pidió su independencia. Pero la Warner se negó aludiendo su comportamiento elusivo y le dijo que cuando menos les debía seis meses más de trabajo con ellos, en los que debía sí o sí filmar. Como quiera que no le ofrecían nada distinto, Olivia de Havilland comprendió su condena: negarse implicaba estarse seis meses más sin cobrar un céntimo. Era imposible aceptar otras ofertas del resto de los grandes consorcios que controlaban Hollywood con los mismos métodos, por cierto: la Metro Golden Meyer, la RKO, la Paramount Pictures, y la FOX.
Olivia de Havilland se las cantó. Que no. Que no les debía nada. Que su carrera era suya, no de los hermanos Warner —estos hermanos sí eran unidos pero tal vez no muy sensibles— y que los demandaría ella. Asistida por abogados con arresto, llevó el caso hasta los tribunales de California y ¡ganó! Warner por supuesto apeló, persuadida la firma de que no perderían en la siguiente instancia. Se equivocaron. Volvió la justicia a darle la razón a Olivia de Havilland. Tenaces, intentaría Warner una tercera ofensiva pero ¡también perdió! Fue ratificado lo decidido a lo largo de la querella y ya no había tutía: Olivia de Havilland era libre y no debía pizca. La ley que organiza las relaciones de los estudios y los trabajadores de la industria, eso que aún es un difuso limbo, como dice la actriz Margo Robie —“no hay una oficina de recursos humanos, acaso los agentes lo son” —, lleva el nombre de Ley Olivia de Havilland. Dos años duró el juicio que empezó en 1943.
De amores y humores, Olivia de Havilland también se interesó en la política, bueno, ser gremialista de alguna forma lo es. Pero esta incursión la coloca ahora como militante demócrata que, sin haber nacido en Estados Unidos, como le reclamarán, decide hacer campaña por Franklin Delano Rooselvet. Su interés por estudiar las formas de hacer civismo y organizar las relaciones la llevó al comité de ciudadanos independientes de las artes escénicas, una cofradía en la que compartió reuniones y debates junto con Bette Davis, Gregory Peck, Humphrey Bogart y Graucho Marx; acaso por ello los tildarían de comunistas, por Marx. Actriz de la segunda parte de North and South, ay las confrontaciones, negaría tal despropósito.
Condecorada como Dame Comander of the Order of British Empire y reconocida con la medalla de la Legion d´Honneur, Olivia de Havilland (1.7.1916-26.7.2020), nacida en Japón, las luces en Estados Unidos, el savoir faire en París, la fama en medio mundo, estuvo en la gala de los Oscars cuando cumplió el premio 75 años, el pelo blanco, los labios rojos, la leyenda tan viva como seguirá. La prensa que siempre le ha seguido la pista fotografió su sonrisa emblemática, sobresaliente entre el grupo de todos los reunidos en el teatro Kodak entonces. Sería su última vez en un set, y sería estupendo. Una vida, tramoyas y telones de fondo mediante, es todo lo conquistado, y lo que permanezca en la memoria, la fotografía del grupo selló su eterna pertenencia al séptimo arte, ese que se hará cargo de sus lágrimas, sonrisas, besos.
“Quiero ser recordada como alguien que tuvo orgullo y dignidad”, dijo. Añádanse, pasión, coraje y brillo.