Cuando Miro me invitó a escribir el prólogo de este libro me sentí afortunada. El hombre al que he leído con fruición y complicidad, el oráculo antes de salir a comer o a cenar, la voz cuyas pistas se siguen con los ojos cerrados, la antorcha de mi ciudad, me llamaba a acompañarlo en letras. Domesticada la emoción primera y ya con el pulso en su sitio, recordé las palabras de Robert Louis Stevenson: “Cada libro es, en un sentido íntimo, una carta circular a los amigos de quien lo escribe”. Así́ ha sido con los trabajos de Miro. Sus textos en prensa, su guía de Caracas y sus libros son líneas que se abren a la amistad y a las respuestas. Dándole vueltas a este prólogo un pensamiento resonó en mi cabeza: Miro es la mesa. Ese pensamiento me llevó al personaje de Onetti que contaba entre sus riquezas una mesa y una silla para escribir y comer cuando el tiempo impide hacerlo al aire libre. Una referencia onettiana que condensa las constantes de Miro Popic: escritura, comida y paisaje, constantes que, en su otra faz, son lectura, cocina y paisanaje. La relación de Miro con la letra es pertinaz, lúdica, inquisitiva, detectivesca, abrigadora, extensible, sinestésica, inclusiva, exigente. Esto lo vemos de muchas formas en El señor de los aliños.
Miro cuestiona con razón al Larousse Gastronomique por aproximarse errónea y laxamente a la gastronomía venezolana y en respuesta abre un diccionario de posibilidades que se convierte en libro. Su mimo a la palabra que nombra se refleja en vastas enumeraciones que ensanchan un vocabulario que nos es propio y que, sin embargo, no manejamos con soltura. Así́ leemos con asombro y placer listas que recogen los nombres de los peces que nadan en nuestras aguas, los panes que se hornean en los Andes o la dulcería criolla. Su cuidado por nuestra cocina lo lleva a proteger y a acotar cada uno de los límites que conforman el acervo alimentario para darles su justo lugar. Miro construye una base con pilares que se nutren de historia, geografía, literatura, agricultura, biología, química, antropología y desde allí propone una serie de interrogantes cuyas respuestas derivan en las páginas de este libro. Pero no es mera información.
Leer El señor de los aliños es atravesar las palabras como quien pasea en un bosque en grata compañía. El autor avanza dentro de lo que cuenta, tiende una mano al lector y lo introduce en un corpus de saber para hacerlo cómplice. Los datos vibran y se humanizan, los platos se hacen personajes, lo contado se vuelve tridimensional, los papeles se intercambian: detrás de cada bocado hay un alma, detrás de cada persona hay un camino de sabores. Por eso vivimos la historia de amor entre el maíz y el queso, comprendemos que el cordón umbilical del primer pan de trigo fue una hilera de perlas, latimos con la justa reivindicación de las mujeres en las cocinas, añoramos los sabores de las abuelas que ya no tenemos, encontramos espacios de resistencia en manteles, botellas y folios, empacamos, trasladamos y abrimos maletas llenas de alimentos y recetarios que conjugados en el fuego hacen anidar nuestros platos en otras tierras. Miro tiene la capacidad de llenar de vida lo que escribe. Convoca para ello todas las formas de crónica: la que trazaron los que llegaron a nuestras tierras buscando las especias de Indias, la que adoptó la forma de largas columnas en los albaranes de importación y exportación de los tiempos coloniales, la que se esculpió sobre maracas de cacao y panelas de papelón, la que se hizo diario de viajes, diario de guerra y manojo epistolar de los que forjaron la independencia, la que recogieron pasquines y prensa en los albores de la vida republicana, la que acopió detalles de nuestros primeros pasos a la modernidad en la radio, la televisión, la literatura, las canciones. De todas esas fuentes, de la búsqueda incansable, de una curiosidad infinita, del afán de ordenar un cúmulo de saber que busca salida para ser compartido, resulta la gran crónica que es El señor de los aliños.
Un libro que es una gastromemorabilia. Cada silaba tintinea, desprende vapores, ofrece sabores, se hace tocable y nos encierra en una cápsula sensorial para viajar a lo que fue y a lo que no ha sido, al recuerdo y al deseo. Leyéndolo añoramos lo que no conocimos y fantaseamos con el pasado, el presente y el futuro. Martín Caparros escribe que comer es la ilusión de que el pasado no se fue, puede volver por un momento, está en alguna parte. Y añade: El placer de comer es el alivio por una historia que no ha terminado. Eso, justamente eso, es lo que logra Miro Popić con su escritura en general y con este libro en particular, nos lleva a mirar nuestro reflejo en el plato para que comprendamos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Nos muestra una historia inacabada por infinita. Una historia que escribimos entre todos. El autor sostiene que hacer algo nuevo con algo viejo es el secreto de los éxitos culinarios porque hay dos tiempos en la lengua: uno en el que quedan los fundamentos y otro en el que vive la promesa de la aventura y que ofrece lecturas y travesías a destinos sorprendentes. La memoria gustativa y la tradición hacen la base para derivar, jugar, renovar el ejercicio culinario. Sabor, saber y deleite están relacionados siempre con los paisajes: el geográfico (con el que se establece una relación panteísta y el compromiso de cuidar de los recursos que ofrece y que se llevan al plato) y el paisanaje (que engloba los usos y costumbres, las prácticas culturales y los actores activos y pasivos del hecho alimentario). De este modo, el tiempo, la velocidad, lo estático y lo dinámico son condicionantes de ambos paisajes. Un paisaje fijo es lo que determina qué se come y un paisaje móvil recoge el cómo se come. Podríamos pensar que la suma de ambos hace al terruño y el terruño es algo que ocupa y preocupa a Miro, identificar, alimentar y difundir lo autóctono: nuestros productos, nuestra cocina, nuestra oralidad, nuestros recetarios, nuestros cocineros, nuestros escritores.
En El señor de los aliños la literatura se asoma para abrazar a la gastronomía. Figuras como Mariano Picón Salas, Urbaneja Achelpohl, Rómulo Gallegos, Gabriela Mistral, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Quevedo, comparten renglones con preparaciones e ingredientes. No se queda allí́. Miro nos habla de sopas que funcionan como relatos y como novelas, de almorzar con Miguel Otero Silva en un restaurante de paredes plenas de décimas para leer, de un plato por el que peregrinó y que se preparó con una prensa de imprenta mezclándose en el proceso las bondades de la carne con los cuentos y poemas que atesora el interior del alfabeto. Y el alfabeto guarda también el compromiso que tiene y al que nos convida este creador, cocinero, catador, lector, escritor apegado al habla del paisaje, sin lastres y con un elegante sentido del humor. Desde el compromiso alerta sobre la importancia de respetar los tiempos de veda, propone incorporar el cacao en las cocinas, rompe una lanza para salvaguardar la nacionalidad de nuestro tequeño con la bandera de una denominación de origen y celebra con entusiasmo que la arepa extendió su reinado allende los mares.
Leyendo El señor de los aliños me reviso y me encuentro en profundo amor hacia el saber que es la mesa venezolana. Hija de inmigrantes la mesa fue una lengua que me costó́ hablar. Había dos lenguas-mesas oficiales: la de casa, la de la calle. Me confundía entre lo propio y lo impropio; yo quería otra lengua, una mía. Miro Popić habla de la cocina venezolana como cocina de entendimiento y coexistencia y con ello me da esa lengua que yo quería tanto.
Una lengua de habla y de comida en la que cohabitan las bodegas de los barcos de los que me precedieron y esa tríada que vertebra nuestros fogones: el maíz, la yuca y el ají.
Leyendo este libro entiendo y confirmo lo que soy, se enciende el deseo de ir a Cubagua, de recorrer la entrada de aquellos que llegaron y el camino de alimentos y cocina que se fue haciendo desde ese punto, veo a mis amigos en las letras de Miro (un amigo él mismo), me invaden ansias de mesa y mapas. Como Miro llegué tarde a las arepas. O temprano. A la hora justa. La debida. Aunque no recuerdo quién me dio la primera arepa no veo mi vida sin ella. Amparo el destino de una delicia redonda como un reloj, del sol de mi tierra en un plato, de ese bocadito que me pica en la lengua y reaviva mi acento, que me llena del salitre de mi mar, que me da la oportunidad de compartir el país que tanto extraño con todos los que se sientan en mi mesa.
Esa responsabilidad que sentimos frente a la gastronomía de nuestro país alcanza al comensal: es responsable de dar vida a lo que ocurre en la mesa, de cuidar, de querer, de entender, de leer, de proyectar. Comer es un acto lúdico y bidireccional. Por eso es tan importante que existan trabajos como este y que el comensal esté informado de toda la historia que encierra esa yuca, ese maíz, ese ají, porque cada plato es un libro y un paisaje y un mapa que le pertenecen sea oriundo o no del país en el que lo come. Roland Barthes apunta que el gusto es una filosofía de la nada y yo pienso en la nada que contiene al todo. Pienso en el ciclope que fue vencido por un Ulises lleno de nostalgia que se llamó a sí mismo nadie. Nadie fue quizás también aquel cocinero esclavo que escapó del cautiverio colonial. Me gusta creer que libre y en anonimato se dedicó a preparar platos por placer.
La cocina fue durante mucho tiempo aquel espacio en el fondo de la casa con paredes ahumadas, oscuras de hollín, opaca como la nada. Y esa nada se hace todo cuando alguien decide que la hoja en blanco puede ser negra y la yema de un dedo la tinta de luz que escribe en la pared azabache el gran todo que es nuestra gastronomía. Sí, Miro es la mesa porque invita a leer, a escribir, a comer, a cocinar y a mirar una ventana con mapas que nos contienen, que nos explican, que nos hacen reconocer y reconocernos en la comida y en lo comido. Y porque con las páginas de El señor de los aliños nos devuelve el país a los de adentro y a los de afuera. Nos devuelve a lo que somos.