Quino mató a Mafalda. Lo dijo con los ojos vidriosos, no por tristeza sino por vino.
El dejo cruel en su voz me hizo pensar que era una mentira más de esa tía indeseable que disfrutaba tanto pinchándonos los globos.
-¿Por qué le dices eso a la niña?, reclamó alguien.
-Es bueno que sepa desde ya que el mundo es puto. Además, no quiere comerse la sopa. Se lo merece.
Fue un sábado, quizás un domingo, no sé si durante un almuerzo parentelar o un cumpleaños. La familia al completo frente a una sopera enorme en la que flotaban fideos y garbanzos.
Me levanté, corrí a mi habitación y deslicé la mano debajo de la almohada para comprobar con alivio que allí seguía; Mafalda vivía debajo de mi almohada junto a sus padres, sus amigos y junto a los billiken que también amaba leer.
Volví a la mesa y dije desafiante:
-Mentirosa. Está viva. Y no me voy a comer la sopa.
-¿Cómo sabes que está viva?
-La acabo de ver, está en mi cuarto.
-Tus libros son viejos. Muere en el último. Lo traje de Argentina.
-¡No te creo! ¡A ver! ¡Dime cómo muere!
-La atropelló un carro.
Mi papá soltó un ¡basta!, le pidió a la tía indeseable que se fuera y me liberó de la obligación de la sopa.
La conclusión era nítida: Mafalda me había salvado una vez más. Era imposible que estuviera muerta.
¿Cuántas generaciones se acercaron a la lectura gracias a Quino? ¿Cuántas generaciones sonríen llenas de gratitud por las risas, por las sorpresas?
Sus libros me acompañaron siempre de muchas formas. Coleccioné las palabras que no entendía para hacerlas mías: roñica, heladera, living, sonamos, chocolatín, nene; viajé al mar en tren, me asombré con los inviernos en junio; imité todas las travesuras de las tiras incluyendo la del astronauta con sifón y todavía le digo a mi mamá que nos graduamos de madre e hija el mismo día. ¿Quién no se vio en aquella imaginación disparada? Para mí no eran personajes, eran niños de carne y hueso que vivían en el papel, tan creíbles y cercanos como los niños de las aventuras de Enid Blyton, pero con una diferencia que inclinaba la balanza a favor de los de Quino: eran argentinos. Eso los hacía casi palpables. El pan de jengibre continúa siendo un misterio; los panqueques de Mafalda eran los mismos que me invitaba a merendar la mamá de Patricio, vecino del segundo, niño hablante en vos, hijo de familia exiliada que encontró refugio en Caracas.
Eran los 70 y en ese entonces los niños vivíamos como la pandilla mafaldiana. Jugábamos en la calle, caminábamos hasta el colegio, teníamos un grupo de amigos del edificio y del vecindario, comprábamos El llanero solitario y Periquita en el kiosko, escuchábamos a Los Beatles en vinilo, intentábamos ver la telenenovela prohibida, nos enamoramos platónicamente de Murieles y de chicos con flequillo de lado y jeans ajustados. Patoteros, decía mi abuela.
Mafalda fue apenas el comienzo de un universo que me sigue fascinando: Quino y su extraordinaria capacidad para dibujar una sociedad hasta el mínimo detalle. Los gestos de sus personajes, la forma en la que cuenta las relaciones de poder, las injusticias, su salto por encima de los militares y la censura. Dijo en muchas ocasiones que, a diferencia de Mafalda, él sí disfrutaba la sopa. También le gustaba la comida italiana y rechazaba la alteración de lo clásico. ¿Por qué le ponen piña a la pizza?, comentó más de una vez, así como su razón para comer tomates: un ejercicio de pura nostalgia porque los tomates de hoy no saben a los de antes.
Quería saber lo que comía. Saber de sapere. De conocer y de sabor.
Quizás por eso Mafalda se negaba a la sopa.
Porque sabía doblemente lo que flotaba en el tazón.
Escribo y hojeo los libros de Quino. Son los mismos que guardaba debajo de mi almohada.
Tienen conmigo más de cuarenta años.
Al abrirlos revivo la historia del falso atropello de Mafalda, las travesuras con mi hermana pidiéndole al farmaceuta Nervocalm para mi papá, el diario que escribí incluyendo suplemento deportivo, mi obsesión mirando la maceta de calas blancas para comprobar que las hormigas no tenían un restaurante entre sus hojas, el cero en sinceridad que le pusieron a Mafalda y el gato lupa de Guille que todavía me hace reír a carcajadas.
Y me encuentro la amistad atravesada por la comida; el homenaje a García Márquez en la escena de un chef llorón que se queja porque nadie entiende que sus platos fallidos son realismo mágico, y el guiño en una familia Boteril que cuenta que hacen una dieta recomendada por un amigo colombiano, pero que no les ha dado resultados.
Lavado dibujó a la tía Paquita como mensaje cifrado para los niños rodeados de adultos indeseables: no se preocupen, allí estaré.
No hay muerte que se lleve eso.
Quino vive y vivirá como Mafalda: eternamente.