Según datos del novelista español Miguel Barroso, en La Habana de 1958 había 1.170 bares y locales nocturnos musicales, 600 restaurantes, 250 clubes sociales con actividades musicales, 100 discotiendas, 150 tiendas de instrumentos y más de 50 orquestas. La ciudad era pintoresca y bullía en actividad creativa de todo tipo con orquestas y cantantes, tanto propios o venidos del interior de la isla como del exterior. Ya antes La Habana era anfitriona de artistas importantes y descollaba en asuntos musicales. Por ejemplo: el español Sebastián Yradier, autor de La paloma, vivió en esa ciudad, igual que años más tarde lo hiciera el puertorriqueño Rafael Hernández, quien escribió rumbas como El cumbanchero y Cachita, Buchipluma nomás y Capullito de Alelí, con el cual obtuvo mención honorífica, en 1925, en un concurso celebrado el Día de la Canción Cubana en La Habana. (Más tarde, Jorge Negrete y Libertad Lamarque serían los primeros en cobrar 1.000 dólares diarios por actuar). Entonces entraba el son del interior y florecían los conjuntos que lo tocaban, lo cual hacían con una dotación primitiva, pues fue tan sólo en 1923 cuando el Sexteto Habanero, que fue el primero con piano, introdujo el contrabajo en 1923 y la trompeta en 1927. Pero ya comenzaba a escucharse todo tipo de música, incluyendo la norteamericana.
En 1916, cuando todavía no existía la radio, se presentó una revista de esa música en La Habana (Las mulatas de Bombay). Su influencia eventualmente despertaría un creciente interés por la música del Norte, que comenzó a tocarse en un local llamado el Black Cat. En 1922 fue creada la Cuban Jazz Band con una modesta dotación de instrumentos con metales y viento. En 1926, el saxofón y la trompeta comenzaban a desplazar el sonido de flauta, violines y timbal, con lo que iba desapareciendo el viejo danzón, a la par que se imponía el son tocado por conjuntos y tríos como el Matamoros, que apareció en 1925. Ya con trompetas, esa música comenzó aceptada en sociedad y en los centros nocturnos privados donde había “chicas, ron y champán”.
Entonces el bolero pasaba casi desapercibido, pues la preferencia se inclinaba por los danzones suaves, hasta que, a finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta, los del patio se propusieron componerlo con propiedad y dedicación, y los cantantes a interpretarlo sin la influencia de la lírica italianizante con la que se había dado a conocer, presentándolo dentro de un estilo que se alejaba del son pero nutrido de éste. Entonces ya era Cuba el epicentro musical del Caribe, generando impactantes canciones y ritmos creados por el pueblo o por notables compositores y músicos. Así surgieron la conga, la rumba y muchos otros más, como el cha cha cha de los tempranos cincuenta, sin contar con algunos derivados como el mambo de Pérez Prado, ya alejado del son.
En esos candorosos y pintorescos tiempos, en muchos barrios de La Habana podían verse innumerables carteles ofreciendo servicios de todo tipo, como el arreglo de prendas y relojes, zapatos, radios, etc., incluso avisos de médicos que ofrecían sus servicios, como el de un galeno de comienzos de siglo, que decía: VISITAS A DOMICILIO, Y SI ME TRAEN CABALLO VOY AL CAMPO.
Por supuesto que, en esos tiempos ingenuos, todavía la farándula no se había desarrollado a plenitud, lo cual comenzó a ocurrir en los lejanos años veinte. Pero ya la RCA Víctor había realizado cientos de grabaciones en La Habana, donde, a partir de 1911, trasladaban sus ingenieros y equipos con los que grabaron a infinidad de artistas líricos y populares. De ese modo comenzó la universalización de la música cubana, que ya había tenido su primer hit internacional con la habanera Tú, de Eduardo Sánchez de Fuentes (1874-1944), y que continuó con la música de muchos compositores, pero particularmente con las composiciones de Ernesto Lecuona. Claro, que de Bigote ‘e gato o Burundanga a Siboney o Malagueña, hay mucho trecho.
Semejante ambiente de creatividad encontró inspiración en la calle, como es el caso de El manisero, de Moisés Simons, hasta el Mantecadito de nuestros días. Éste era un auténtico pregón que Filiberto Hurtado cantaba para ofrecer sus helados callejeros y que Alberto Beltrán grabó con la Sonora Matancera en 1955. Pero había otros personajes de otras profesiones que compusieron algo y la pegaron. Este es el caso de María Calvo. Cuando ninguna mujer decente osaba conducir un auto, ella fue la primera en obtener la licencia de manejar en Cuba, en 1920. Como profesional del placer, esa María compuso una canción con su sobrenombre, la cual se hizo muy popular: La Marcorina (“Pon… pon… pon… ponme la mano aquí, Marcorina, pon…”). Por su lado, algunos artistas profesionales dedicaron canciones a personajes habaneros. Este es el caso del Bigote ‘e gato de Daniel Santos, que también grabó Jesús Guerra “Cascarita”, cantante de la Casino de la Playa. “Cascarita” fue luego descrito por Bobby Collazo como “un excéntrico musical en tiempo de mambo”.
Su contraparte femenina era la popular Juana Bacallao (Amelia Martínez), apodada La Pimentosa, también una excéntrica musical que combinaba canto, baile, mímica, actuación y humor, que se hizo merecedora de una canción. Bigote e’ gato (es un gran sujeto) se refería a Manuel Pérez Rodríguez, quien deambulaba por las calles haciéndose notar por su estrafalaria pinta y su enorme bigote. Este personaje de la barriada de Luyanó, lo menciona Julio Gutiérrez en Pregones de La Habana, pieza que fue estrenada por Olga Guillot en un programa de televisión y que también alude a otros personajes de la ciudad como Malanga (versión habanera del cochero caraqueño Isidoro), La Duquesa, que no pedía un peso de limosna sino una peseta, y el Caballero de París, mendigo que vendía plumas de escribir, cubiertas con hilos de colores que terminaban en una borla en su parte superior. Su trabajo de venta lo hacía ataviado con un mantón negro. A este caballero le salió su composición, escrita por Antonio María Romeu.
Otro personaje que ameritó una canción fue la popular Olga la tamalera, cuya fama trascendió de Santiago a La Habana. Fajardo la conoció en los cincuenta y le compuso un cha cha cha en el que el coro se preguntaba: “¿Pican, no pican, los tamalitos, de Olga?”. La vieja rumba Mamá Inés, de Eliseo Grenet, no retrata a un personaje específico sino que representa a una tipología; en cambio el primigenio son Papá Montero le canta a un rumbero empedernido que sí existió y que lo bailaron en su tumba, basada en la filosófica frase que dice que sobre una tumba una rumba.
Personajes hubo en La Habana, y en Cuba, en general, que ameritaban versos y canciones pero que solo sobreviven en el recuerdo. El Médico Chino es uno de ellos. Por tener grandes habilidades curativas, cuando un enfermo no tenía remedio, los cubanos decían que a ése no lo cura ni el Médico Chino. El personaje existió; su nombre era Chang Bom Biam y era botánico, por lo que solía recetar a sus pacientes una infusión de una planta a la que le atribuía propiedades curativas, pero que podía ser venenosa. Al morirse uno de ellos, a quien le había aplicado la infusión, el chino tomó una rama de la matica y sentenció, con su natural parsimonia oriental: “Calamba, palece que ese palito son veneno”.
Otro personaje que no obtuvo reconocimiento musical fue El Cojo de la Bocina, la lengua más viperina de La Habana, quien usaba un megáfono primitivo y poseía una cara de palo. El Cojo esperaba a personajes de la política en las afueras de los restaurantes para adularlos o para insultarlos, según, si le daban o no le daban algo. También hubo una mujer apodada La Marquesa (Isabel Veitía), que iba ataviada estrambóticamente y que no aceptaba sencillo sino billetes. Las más de las veces se limitaba a cobrar un dólar, a cambio de dejarse fotografiar, pero también recurría a una audaz treta para sacarle dinero a los turistas. Ésta consistía en acercársele a uno y hacer como si quería tocar sus intimidades; luego, mostrando que había fingido hacerlo, se echaba unos pasos atrás y le decía: ¿Cuánto me das si te lo toco de verdad?