En la historiografía tradicional venezolana el tema de la ruptura o separación entre Venezuela y la Nueva Granada que consagraba la liquidación definitiva del proyecto integrador gran colombiano ha sido tratado simplemente como una gran conspiración de civiles y militares ambiciosos de poder y estrechos de miras, que traicionando el ideario y la obra de Bolívar, en uno y otro lado de la frontera, no descansaron hasta materializar su propósito de que todo aquel prometedor ensayo se viniera abajo dando nacimiento a tres repúblicas diferenciadas: Colombia, Venezuela y Ecuador.
Mas allá de los verdaderos propósitos que pudieron animar los movimientos separatistas encabezados por José Antonio Páez y Francisco de Paula Santander, la realidad empírica nos demuestra que en Caracas y Bogotá, desde tiempo antes de consumarse la ruptura definitiva, se había promovido en las élites políticas, militares e intelectuales un rico y agrio debate en torno a las razones jurídicas y fácticas, que cuestionaban el origen y sobre todo la viabilidad y permanencia de la unidad gran colombiana, y donde en la prensa, en los ayuntamientos y en los foros de intercambio de opiniones que se fueron construyendo en la dinámica de la discusión salieron a relucir sólidos y bien fundados argumentos.
En Venezuela, por ejemplo, se consideraba que sus habitantes jamás habían sido consultados válida y legítimamente sobre la realización de un proyecto de integración que afectaba su territorio y su organización jurídica, política e institucional. La unidad entre Colombia y Venezuela había sido en primer lugar impuesta por las circunstancias propias de la Guerra de Independencia, pues Bolívar al llegar a Caracas, luego de la llamada Campaña Admirable de 1813 y recibir el titulo de Libertador, hacía uso de un mandato conferido por el Congreso de Colombia, que en su momento y bajo la precariedad y las angustias de un poder realista amenazante nadie cuestionó y por el contrario los venezolanos aceptaron conscientes de lo necesario para el logro del ideal de libertad.
Los congresos de Angostura y Cúcuta, realizados en los años de 1819 y 1821, que habían formalizado la unidad gran colombiana y dado forma jurídico-política al nuevo Estado, no habían convocado la representación del pueblo venezolano, ni consultado sus decisiones, lo cual era justificable por el estado de actividad bélica en que se realizaron, pero que a juicio de sus cuestionadores, no tenían ni la representatividad ni la legitimidad, para haber comprometido la existencia misma de Venezuela y su fusión bajo la nueva forma y denominación de Estado que le habían conferido sobre todo al aprobarse en Angostura en 1819 la llamada “ley fundamental de unidad de los pueblos de Colombia.”
Para las élites venezolanas, el Libertador había hecho uso de los poderes dictatoriales determinados por el Estado de Excepción impuestos por nuestra larga y cruenta gesta libertaria, usándolos para algo que no se había discutido ni consultado con el conjunto de la población venezolana y que afectaba su territorio, su régimen político, su forma de Estado, y su existencia misma, por lo que carecía de todo reconocimiento colectivo y de toda legitimidad.
Todas estas razones jurídicas, políticas y fácticas animaron un debate donde por supuesto se hizo evidente la contraposición de intereses entre Nueva Granada y Venezuela, y donde Bolívar, que ya presentaba serias dificultades para el ejercicio efectivo de su autoridad y reconocimiento de su mando, era visto desde Venezuela como un hombre que privilegiaba a Bogotá por encima de Caracas, y cuyas ideas centralistas fundamentadas en la existencia de un Ejecutivo fuerte y poderes determinantes para el ejercicio de la Presidencia, chocaban con el creciente federalismo que desde la Constitución de 1811 venía tomando cuerpo en Venezuela.
Contra lo que se nos ha vendido como verdad, en la versión oficial y tradicional de nuestra historia republicana, el movimiento separatista que culmina con la ruptura de la Gran Colombia en 1830, fue algo más que una torva conjura de civiles y militares ambiciosos, con deseo de dominio en sus estrechos territorios y en torno al cual se produce un largo debate que en Venezuela se inicia en 1826, donde salen a relucir razones y argumentos que en la prensa, en los concejos municipales y en el foro público dominan el tema político, demostrando que la inmensa mayoría de los venezolanos de entonces estaban convencidos para bien o para mal -como se vea desde la perspectiva actual- de la inconveniencia e inviabilidad de aquella utopía bolivariana, que hoy casi dos siglos después aún se muestra reacia a su concreción.