“Mañana los zamuros corianos comerán carne mexicana”, decía un telegrama del general León Jurado, presidente del estado Falcón a Juan Vicente Gómez. Existían informaciones de que un barco no identificado se aproximaba a las costas venezolanas. Debía ser la misma nave que fuentes de la prensa mexicana habían reportado a Caracas, y según las cuales desde el puerto de Veracruz partía una expedición de luchadores antigomecistas y revolucionarios mexicanos reclutados para invadir a Venezuela. Ciertamente, Rafael Simón Urbina, identificado como el ingeniero Carlos Martínez, iniciaba una nueva aventura. Comenzaba el mes de octubre de 1931, hace 88 años, y ya existían signos de un creciente desgaste de la dictadura gomecista, sometida desde meses antes a invasiones por tierra y por mar. En México, desde 1927, funcionaba el Partido Revolucionario Venezolano (PRV) integrado por conocidos exiliados como Carlos León y Miguel Zúñiga Cisneros, y militantes del marxismo como Gustavo Machado y Salvador de la Plaza. Las relaciones diplomáticas entre los dos países se habían roto en 1924 cuando el rector de la Universidad Nacional de México, José Vasconcelos, se refirió al Presidente venezolano diciendo: “No debemos callar el hecho de que Juan Vicente Gómez es un cerdo humano que deshonra nuestra raza y deshonra a la humanidad”. Gómez ordenó entonces el retiro de la representación diplomática.
El ingeniero Martínez contrató el barco “Superior”, que realizaba comercio entre Yucatán y Veracruz para la compañía de chicleros de Payobispo, y logró convencer para la acción a varios combatientes contra el gomecismo como Zúñiga Cisneros, Julio Hernández, Isidro Núñez, José Ángel Cano, Manuel Hernández, Arturo Mujica, y al mexicano José Preves, oficial del Ejército, exgobernador y exdiputado al Congreso Nacional con gran prestigio militar y conocido por su odio a las tiranías. Le acompañaban también el coronel Torres Guerra (exayudante de Pancho Villa), Linares Tejeda, y los técnicos italianos en aeronáutica y materiales explosivos, Leopoldo Carotti y Silvio Maxtío. Ya en alta mar, el 2 de octubre en horas del mediodía, Urbina con pistola en mano tomó el barco; ordenó a su Corneta un toque marcial de llamada a su oficialidad, y procedió a organizar su equipo de mando. Enarbolaron la bandera argentina y cambiaron el color de la nave: en lugar del amarillo que tenía, la pintaron de rojo y negro, y sustituyeron el nombre de “Superior” por el de “Elvira”. La orden fue precisa: “Si se aproxima otro buque, sea quien sea, izaremos la bandera blanca y cuando le tengamos a tiro les volaremos con nuestras bombas”. Los jóvenes chicleros se vieron convertidos de pronto en soldados, aplaudían la revolución venezolana, vitoreaban a Urbina y se multiplicaba el grito de “¡Viva Villa!”.
El plan de los expedicionarios era arribar por las playas de Puerto Cabello, tomar la ciudad, liberar a los presos del Castillo Libertador para allí acuartelarse y pelear contra el Ejército. Después de cinco días de navegación se descompuso una caldera y el “Elvira” aminoró su marcha a ocho millas por hora. El combustible comenzó a agotarse y Urbina ordenó que se volviera la proa hacia las costas venezolanas más próximas. Planearon arribar a la Vela de Coro, donde justamente dos años antes Urbina y Machado habían encabezado una famosa invasión desde Curazao. Al aproximarse a las costas divisaron un vapor de turismo que confundieron con una nave de guerra fondeada en el puerto. Iniciaron entonces un lento esfuerzo por bordear la Península de Paraguaná y desembarcar en Puerto Gutiérrez, cercano al pueblo de Capatárida.
En la madrugada del 12 el “Elvira” llegó a puerto, ya seco, sin una gota de combustible y prácticamente “las olas lo empujaron a la costa”. Echaron los botes al agua y desembarcó un grupo dirigido por Julio Hernández, José Cano, y el mexicano Torres Guerra con 30 hombres portando modernas ametralladoras. Urbina envió enseguida 30 hombres más al mando del guatemalteco José Solórzano. Al mismo tiempo, las autoridades eran informadas por sus guardias costeras que las tropas invasoras eran numerosas, bien equipadas, y que los hombres procedían de las famosas huestes de Pancho Villa.
Cuenta Bhilla Torres de Molina: “Capatárida parecía desierta y silenciosa; los mexicanos, jóvenes robustos, simpáticos y alegres, recorrían las calles con despreocupada curiosidad. Miraban las ventanas tratando de descubrir en los postigos los rostros escurridizos de las muchachas que les observaban con admiración y coquetería”. A las pocas horas se hicieron presentes las tropas del gobierno al mando del coronel Agustín Graterol (quien había enfrentado a Urbina en la invasión anterior) y luego, habrían de escenificarse sangrientos combates que algunos historiadores sostienen fueron los más costosos en vidas a lo largo de las numerosas incursiones contra el gomecismo.
El buque fue capturado por la Armada, quedando todo el parque en poder del gobierno y Urbina, acompañado por unos cuantos de sus hombres, se dieron a la fuga y se ocultaron en las poblaciones de la Sierra de Coro. Graterol dirigió sucesivas victorias hasta lograr finalmente la rendición del contingente invasor. Los prisioneros mexicanos fueron llevados a Caracas, Gómez los recibió, los hizo pasear por la ciudad, les dio dinero y los envió a su país en el mismo barco en el que llegaron: “para que allí vean que Gómez no es como lo pintan sus enemigos”. Las relaciones diplomáticas entre Venezuela y México fueron reestablecidas.