Esta ciudad bendita y sísmica, convertida hoy en rebelión que evoca la fiereza de los indios «Caracas» –nombre indígena procedente de una hoja típica del valle-, fue fundada bajo la advocación del apóstol Santiago. El escudo fundacional de Santiago de León de Caracas contiene las mismas figuras esenciales de aquel de los tiempos del Rey Felipe II: el león, la concha o venera con la cruz de Santiago, el coronel de 5 puntas y la orla añadida en la época de Carlos III. Caracas ha experimentado distintas renovaciones urbanas que fueron transformando esta bella conurbación que sufre y ríe desplegada a la falda de esa montaña mágica que llamamos Ávila –“cerro de agua” por sus innumerables y copiosas cascadas-.
Se ha querido rescatar el nombre indígena “Waraira Repano” que significa Sierra Grande, pero no hay manera de no llamarle Ávila. Dos ciudades en una coexisten en las orillas norte y sur del río Guaire que la atraviesa de este a oeste. Pasar de un lado al otro se ha convertido paulatinamente en una verdadera proeza gracias al caos urbanístico que ha provocado el gobernar pensando en la próxima elección más que en el destino de la ciudad. Cronistas de Caracas se han quejado del poco amor de los gobernantes por “la sultana del Ávila” a la que han cantado tantos compositores. Pero Caracas, como aquella copla de Sevilla, “tiene su duende”. Sus leyendas, sus pintores, sus historias de gloria, sus supersticiones y tesoros ocultos, su café y su cacao, sus anécdotas divertidas y sus espectaculares aves de papagayo que bajan del cerro en la madrugada y vuelven en bandadas al ponerse el sol.
El pasado y el presente de la capital venezolana está compuesto por una serie de cabos que se unen a través de la fe que ha inspirado la legendaria composición de José Angel Lamas, el Popule Meus. Una serie de conventos que antaño fueron pioneros en educación y prestación de servicios de salud, hoy presentan la cara visible de una arquitectura colonial que se ha negado a morir ante el embate de la aparatosa modernidad financiada por el chorro petrolero. Las plazas, calles, esquinas y parques a los que gobernantes descreídos cambiaron sus nombres de santos, los recuperaron por voluntad de los propios vecinos. La emblemática Plaza San Jacinto, rincón ciudadano pleno de historia y evocaciones, ocupa un lugar contiguo a la casa natal del Libertador. Debe su nombre al bienaventurado Padre San Jacinto, venerado dominico cuyo convento, que estuvo situado en su cercanía, fue el primero que se levantó en la Caracas colonial. Para fines del siglo décimosexto, vivían allí cuarenta frailes. Luego se convirtió en plaza y luego en mercado. Siempre con el mismo nombre. Quiso luego Guzmán Blanco, cuyo gobierno se caracterizó por perseguir a la Iglesia y confiscar sus propiedades, llamarla Plaza El Venezolano pero más recientemente en la historia, renombrados arquitectos la rediseñaron y le devolvieron su nombre original.
El mismo Antonio Guzmán Blanco decretó el 27 de marzo de 1874 convertir la estructura de la antigua Iglesia de la Santísima Trinidad en un panteón, el Panteón Nacional, sitio en el que descansarían los restos de los personajes ilustres del país. Fue inaugurado el 28 de octubre de 1875. Hoy reposa allí desde Bolívar hasta el último insigne bien sea por una hazaña épica o cívica. Nos llamaban “la ciudad de los techos rojos”. Caracas era apacible y acogedora. Un famoso arquitecto y urbanista francés, Maurice Rotival, dijo en la década de los 30: “Si ustedes quieren tener en el futuro una Caracas amable, humana y vivible, agradable para disfrutarla, no la dejen pasar de 500 mil habitantes”. Desde el año 2010 no existen cifras oficiales en Venezuela, pero sabemos que ya vamos en camino de ser 7 millones en estos 777 Km2, que bien podemos llamar, mientras no salgamos de la terrible crisis política en que estamos sumidos, “este valle de lágrimas” en que, a pesar de los pesares, el que llega se queda.
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