Por Tomas Eloy Martinez
Estos brotes del pasado que sucumben a la voracidad de las piquetas, no despiertan entre los caraqueños ni un ramalazo de melancolía. Para una ciudad que se alimenta de la esperanza y vive en estado de perpetua rebelión contra lo que fue, todo azulejo de la infancia, todo tejado rojo de la memoria, ya no merece ser contemplado. Caracas se niega a recordar, porque ha colocado su identidad en el dìa de mañana, no en el de ayer.
Solo en las casas finiseculares de La Pastora y en algunos rincones perdidos de El Paraiso se encienden las lámparas votivas del pasado. En una ciudad que ya no tiene espacio para los recuerdos del hombre (porque el hombre mismo ha debido trasladar su habitaciòn a los carros), aquellos últimos cruzados de la tradiciòn caraqueña han defendido, con una vigilia de años, su derecho a conservar los balcones, donde antaño, las muchachas casaderas aguardaban el desfile de los galanes, los patios con sus matas de mamòn y de mango, el cuarteto de ”paraqué” abierto a cualquier imaginación de familia y los aleros a cuya sombra las abuelas contaban historias que el progreso ha descolorido.
Caracas siempre fue la malquerida de Venezuela. Juan Vicente Gòmez, el dictador que quiso domesticar al país durante las primeras décadas del siglo XX la sometió a la humillación de conservarla como capital, a la vez que se negaba a aceptarla como asiento de su gobierno. Asì la sojuzgò a través de la indiferencia. Marcos Pèrez Jimènez, en cambio, la trasmutò. Insatisfecho del cuerpo que la ciudad tenìa, le construyò un cuerpo nuevo a imagen y semejanza de sus delirios. Rayò el largo tòrax del valle con autopistas y distribuidores, puso fin a las mansiones lujuriosas del pasado, sustituyéndolas por torres y mausoleos babilónicos que pretendìan desgastar el señorìo del Avila. Caracas detestò el cuerpo que le había sido impuesto, pero jamàs sintiò nostalgia por el que había tenido.
Los restos del esplendor yacen, por eso, en la misma infelicidad y descuido de las cartas de amor que llegan demasiado tarde. Hay arcos mozàrabes quemados por el olvido, bustos griegos de màrmol, sepultados por capullos de vidrio y de cemento - para tornarlos imposibles a la mirada-, y a veces, en una inesperada calle ciega, casitas de muñecas por las que rondan todavìa las òrdenes de Cipriano Castro.
Pero ya nadie ve, porque la desmemoria prohìbe toda mirada.