Año 1950. Se disputa la cuarta edición del Mundial de Fútbol en Brasil. Uruguay, en 1930, e Italia en 1934 y 1938 habían conquistado las tres primeras Copas del Mundo. Doce años después del último Mundial y tras suspenderse las ediciones de 1942 y 1946 por la Segunda Guerra Mundial, la FIFA recuperó la competición y Brasil organizó el cuarto Mundial de la historia, el segundo en Suramérica, el anfitrión soñaba con que fuese su momento. En esta edición a Alemania se le impidió jugar, India se retiró al prohibirles a sus jugadores que participaran descalzos. Mientras que otras selecciones como Argentina, Austria y Bélgica, clasificadas para el torneo, decidieron no acudir a última hora. La historia del fútbol cuenta que Pelé cuando Uruguay marcó el gol de la victoria contra Brasil, su padre rompió a llorar y que él le prometió, con apenas 9 años, que ganaría un Mundial para compensarle. Aquel domingo 16 de julio de 1950, Uruguay logró su segunda Copa del Mundo de fútbol tras remontarle a Brasil por 1-2, con goles en el tramo final de Juan Schiaffino y Alcides Ghiggia, en el Maracaná, el gigantesco estadio de Río de Janeiro especialmente construido para ese torneo.
Los Charruas silenciaron a las 174 000 personas que colmaron el Maior estadio do mundo, a todo un país que esperaba la consagración. Si bien el estadio tenía capacidad para 220 000, el día de la definición de la Copa se vendieron 199 854 entradas –según publicación del diario argentino Clarín–. Inmediatamente después de terminada, la final del Mundial de 1950 en el Maracaná dejó de ser un partido de fútbol. Se convirtió en una metáfora sobre cómo el pequeño puede tumbar al gigante. 70 años después, analistas aclaran que aquel encuentro que se incrustaría a fuego en las historias de Brasil y Uruguay tuvo poco de casualidad y mucho de confirmación. Aquel día los diarios adelantaban la victoria en sus titulares: a Brasil le bastaba con un empate para levantar la Copa del Mundo. Sobre las tres de la tarde, el plantel local salió a la cancha del estadio Maracaná, rebosante de espectadores como nunca volvería a estarlo, con frases que rezaban “Brasil campeón” debajo de sus franelas (camisetas). El alcalde carioca, Angelo Mendes de Morais, vaticinó por altavoces, y en la cara de la oncena visitante, que en minutos la Seleçao se consagraría campeona del mundo.
Afuera, carrozas y fuegos artificiales aguardaban el pitazo final que le daría a Brasil un título mundial de fútbol por primera vez en su historia. Todo el país estaba listo para la fiesta. Noventa minutos más tarde, con el 2-1 a favor de Uruguay, el jolgorio y el carnaval preparado para la ocasión, daba lugar a la conmoción. Fue un sentimiento de tristeza profunda que se apoderó del gigante amazonico. Una tragedia nacional. Tras el Maracanazo se contabilizaron 20 suicidios a lo largo de Brasil. El resultado sorprendió a todos, incluso a las autoridades brasileñas que olvidaron entregar el título de campeón a Uruguay, por lo que fue el propio Jules Rimet (Presidente de la FIFA desde 1921 hasta 1954), quien dio el trofeo. “Fue la primera vez en mi vida que escuché algo que no era ruido”, diría años más tarde el capitán Juan Alberto Schiaffino, autor del primer gol uruguayo, sobre el silencio envolvente de las 174 000 personas que colmaban el estadio. Fue, también, el inicio de un mito que se volvería parte del ADN uruguayo. Desde entonces, maracanazo es, por antonomasia, cualquier triunfo que se produce en la adversidad y contra todos los pronósticos. 70 años después del partido que se convirtió en la versión deportiva de David contra Goliat, analistas dicen que el resultado tuvo más de lógica que de hazaña.
DERRIBANDO MITOS
A pesar de que la historia ha alimentado el mito como resultado de “una gesta heroica” de los uruguayos, el periodista Atilio Garrido, autor del libro Maracaná, la historia secreta, asegura que el triunfo visitante “no fue casualidad”. Apenas en mayo de 1950, ambas selecciones se habían enfrentado en otro torneo, la Copa Rio Branco, donde Uruguay se presentó “sin director técnico, sin entrenamiento, con total desorganización”, según Garrido, en tanto que “Brasil venía de una concentración de tres meses a régimen militar”. Sin embargo, la Celeste se impuso en el primer partido 4-3. “Y perdió ajustadamente y con errores del árbitro los otros dos encuentros por esa copa”, apunta por su parte el periodista Luis Prats, quien ha escrito múltiples libros sobre fútbol. “Con el Maracanazo, a veces se pone el acento en el tono de ‘hazaña’ (...) y se deja de lado que Uruguay tenía un gran equipo”, agrega. La Celeste era por entonces una potencia futbolística, con dos títulos olímpicos (1924, 1928) y uno mundial (1930), que consiguió invicta. Por eso “Maracaná fue una confirmación para quienes lo vivieron”, dice el sociólogo Felipe Arocena. “Esto fue bastante más que la final del 50, aunque la épica de Maracaná terminó opacando" la campaña de tres décadas anteriores.
ÉPICA VS. REALIDAD
Y la historia escribió que, en los siguientes 70 años, Uruguay no volvería a ganar un Mundial. Para algunos, el relato épico del Maracanazo tuvo su incidencia, pues estacionó al país en la idea de que la victoria es posible simplemente a fuerza de ‘garra’ (actitud). La nostalgia de aquella final es también la nostalgia de una época floreciente desde lo económico, que cuando comenzó su deterioro arrastró consigo al fútbol. Además, cuando Uruguay empezó su decadencia económica, “al deporte en general se le dejó de dar la importancia desde el Estado que había tenido a comienzos de siglo”, dice Arocena. “Quisimos suplir la impotencia futbolística con el golpe, la patada y la mal entendida garra”, agrega Arocena. Eso comenzó a cambiar de la mano del profesor Óscar Washington Tabárez, quien tomó las riendas del seleccionado en 2006. “Fue el reenganche con la profesionalización y la preparación científica y psicológica de los jugadores”, señala el sociólogo.
ESLABÓN GANADO
Hoy, siete décadas después, Maracaná sigue pesando en el imaginario mundial pero sobre todo en el colectivo uruguayo. Es un episodio que convoca al orgullo oriental, con aspectos que parecen de leyenda”. También cimenta parte vital de la idiosincrasia uruguaya en un país diminuto que lucha por destacarse entre dos vecinos como Argentina y Brasil: “el pequeño que puede contra el gigante”. Arocena, quien coordinó la investigación publicada en el libro ¿Qué significa el fútbol en la sociedad uruguaya?, resalta que para los uruguayos este deporte es la “seña de identidad internacional más importante”. En ese contexto, “Maracaná es un eslabón en una cadena histórica de sucesos y éxitos, un eslabón sin duda más brillante y esencial que los otros que forman esa cadena del ser futbolístico oriental (uruguayo)”. En cuanto a Pelé, pudo cumplir rápidamente la promesa que le hizo a su padre. Apenas ocho años más tarde, el joven prodigio se proclamó rey en el Mundial de Suecia-1958, ofreciendo a la Canarinha el primero de los cinco trofeos conquistados hasta ahora.