Tres días después de la juramentación o en estricto sentido de la autoproclamación de Juan Guaidó ante la concentración opositora el 23 de enero como Presidente interino de la República; del anuncio de Maduro de ruptura de relaciones diplomáticas con Estados Unidos; del pronunciamiento de la Unión Europea solicitando el llamado a elecciones en 8 días y la designación de Elliot Abrams como enviado especial de Trump, la crisis venezolana se encamina a escenarios por ahora impredecibles pero que en todo caso auguran su agravamiento y cuyas dimensiones se consideran inédita en el continente.
El conflicto entre la Asamblea Nacional y los demás poderes públicos a raíz de las elecciones legislativas ganadas por la oposición en diciembre de 2015 puso en claro la discordancia existente entre la Constitución Bolivariana de 1999 y la estructura legal sustentada en leyes que la contradicen en aspectos esenciales aprobados por la AN en el año 2008, luego de la reforma propuesta por Chávez un año antes y que fuera rechazada en consulta popular. De esta manera en los últimos tres años la tensión política ha cobrado mayores niveles: la oposición se inclinó por la figura del referéndum revocatorio que al final no pudo cristalizar pese a ser activado por el propio Consejo Nacional Electoral (CNE); se solicitó entonces activar la Carta Democrática Interamericana ante la OEA que culminó con el retiro del país de la organización; gestiones fallidas de diálogo entre oposición y gobierno; destitución de la Fiscal Luisa Ortega Díaz; constitución del Grupo de Lima con varias naciones del continente más que para mediar en este caso para ejercer presión sobre el gobierno. Luego el llamado a una Asamblea Nacional Constituyente, considerada como ilegitima por la oposición y que desencadenó nuevas protestas de calle que si bien se consideraron pacíficas se tradujeron en actos de violencia con un saldo de 163 muertos según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social.
EL SUPRAPODER
La Asamblea Constituyente elegida sin la participación opositora decidió convocar elecciones a gobernadores y alcaldes y posteriormente adelantar la escogencia presidencial del 20 de mayo de 2018 en la cual resultó reelecto Maduro, si bien con una estrepitosa caída en su votación en relación con consultas anteriores y finalmente la elección de concejales el pasado 10 de diciembre. Como era de esperarse, la abstención de los partidos de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) facilitó que el oficialismo copara la casi totalidad de los organismos públicos tal como había ocurrido en el 2005 en la escogencia de la Asamblea Nacional, la cual mediante leyes habilitantes configuró el cuadro legal para el llamado Socialismo del Siglo XXI.
Como resultado de estos hechos, el régimen vio fortalecido su control sobre los poderes públicos mientras que los partidos opositores voluntariamente renunciaron a espacios que ocupaban y que en gran medida servían de contrapeso a la pretensión hegemónica del madurismo. Sumado al fracaso de las acciones de calle que, como en el 2014 terminaron en las conocidas guarimbas contaminadas por la violencia delictiva y el llamado inútil a la abstención, acentuaron las diferencias en la principal alianza opositora decretando su desaparición y estimulando el desánimo y la incertidumbre en una población opositora claramente mayoritaria. Es decir, podría decirse que por un manejo desacertado de la táctica se dilapidó un enorme caudal electoral.
LA REELECCION
La toma de posesión de Nicolás Maduro el 10 de enero de 2019 para un nuevo mandato de 6 años abrió espacio para nuevas iniciativas opositoras, pero en este caso curiosamente confiadas a las instancias internacionales y principalmente a la Casa Blanca que han advertido no sólo sobre la necesidad de un mínimo acuerdo de convivencia entre los actores internos para enfrentar un cuadro crítico con implicaciones económicas y sociales en la región (la hiperinflación que crece a prueba de medidas macroeconómicas que lucen pertinentes y que han sido exitosas en otros casos y el fenómeno de la migración masiva que comporta además graves elementos de descomposición social incluso para naciones vecinas) llama cada vez la atención en el plano internacional. En los últimos meses se han registrado cambios de gobierno en Colombia y Brasil cuyos mandatarios Iván Duque y el polémico Jair Bolsonaro con posiciones cada vez más críticas frente a lo que ocurre en Venezuela, además de las tensas relaciones con el gobierno de Donald Trump quien hace claro su interés en reproducir en estos tiempos el famoso garrote intervencionista de Teodoro Roosevelt, el cual en las actuales circunstancias no tendría (como se demuestra con el muro de México) el camino tan fácil para las agresiones impunes a naciones del continente.
A ellos se añade un elemento fundamental que obligaría (amén de observar la situación interna cuya solución corresponde exclusivamente a los venezolanos) a un mayor interés de la diplomacia estadounidense y es la inserción cada vez mayor de Venezuela en el grupo de naciones que definen el nuevo polo geopolítico con Rusia, China, Turquía e Irán y que reproducen de alguna manera una nueva Guerra Fría. Es Venezuela el único país latinoamericano que se incorpora al "club de los sancionados" y que antes George Bush bautizara como el "eje del mal", y como se sabe también Estados Unidos ejerce una influencia directa sobre gobiernos del continente que en su momento Perón calificara como "democracias pentagonianas". Ante la posibilidad de un nuevo periodo y que se acentúen las calamidades venezolanas en paralelo al avance de la estrategia que encabeza Vladimir Putin es comprensible que la acción de Washington pase a tener incluso mayor incidencia en un desenlace que la propia presión legitima de la sociedad venezolana. La tragedia de Siria no pertenece al pasado
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