Coincidiendo con la llegada al poder del primero de los Bush, la Guerra Fría llegó a su fin. En 1990, el nuevo inquilino de la Casa Blanca definió una nueva era en las relaciones con nuestra región sustentada en la llamada Iniciativa para las Américas. El elemento más importante de la misma fue el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), por cuya vía se perseguía negociar múltiples tratados de tal naturaleza con los países del hemisferio. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte entre Estados Unidos, México y Canadá, fue el primero en la línea.
Una década más tarde, sin embargo, comenzaba una etapa en la cual lo característico del escenario económico latinoamericano no sería el ALCA, sino la ubicuidad china. Virtualmente de la nada, este lejano país asiático se convertía no solo en el primero o segundo socio comercial de la mayoría de los países de la región, particularmente los sudamericanos, sino también en su mayor fuente de financiamiento externo. La inesperada aparición de este gigantesco mercado para las exportaciones, inyectó seguridad y fortaleza a sus países, expandiendo sus opciones en el plano internacional.
De acuerdo al reconocido catedrático de Harvard, Jorge I. Domínguez: “La expansión económica china ayuda explicar la ampliación del margen de maniobra del sistema internacional y, específicamente, de América Latina, la cual se benefició de un empoderamiento que permitió a sus estados desarrollar sus políticas domésticas e internacionales preferidas (…) China ampliará las oportunidades políticas de América Latina, pero lo hará básicamente a través del comercio y no enfrentando directamente a Estados Unidos: por el contrario dejará que la influencia estadounidense implosione por sí sola” (J.I. Domínguez y R.F. de Castro, edit., Contemporary US-Latin American Relations: Cooperation or Conflict in the 21st Century?, New York, 2010).
La facilidad con la cual Estados Unidos aceptó ser desplazado por China en el acceso a las materias primas en su histórico patio trasero, no deja de impresionar. Tanto más cuanto se trataba de recursos naturales considerados como tradicionalmente seguros e incluso estratégicos. Sin embargo, más significativo que el componente económico aquí representado, fue componente político aludido por Jorge Domínguez.
Más allá de la atención obsesiva prestada al Medio Oriente tras el 11 de septiembre, dos razones podrían explicar la pasividad estadounidense frente a este asalto de China a su espacio histórico de influencia. En primer lugar, la avalancha de regímenes de izquierda o centro izquierda en América Latina que sucedió a la llegada del chavismo en Venezuela en 1989: Lula y Lagos en 2002; Kirchner, 2003; Tabaré Vásquez, 2004; Morales, 2005; Ortega, Correa, Bachelet y Zelaya, 2006; Fernández de Kirchner, 2007; Lugo y Funes, 2009, Mujica, 2010; Rousseff, 2011. Ello acompañado de sucesivas reelecciones. Particularmente significativo fue que el líder sudamericano, Brasil, se sumase a este proceso. No en balde, en 2003 Washington y los países de América Latina acordaron que el ALCA no se expandiría más allá de los países que para ese momento se encontraban negociando su adherencia. Bajo tal estado de cosas, la posición de Washington dentro la región no era una de fortaleza.
Pero, en segundo lugar, se encontraba el hecho de que Estados Unidos no visualizaba a China como un rival estratégico. Por el contrario, no solo facilitó su entrada a la Organización Mundial de Comercio en 2001, sino que fue una fuerza coadyuvante a su desarrollo económico. Todo ello derivado de la creencia de que el desarrollo económico chino desembocaría en una natural apertura pluralista, democrática y liberal.
Hoy día las dos razones anteriores han cambiado de manera radical. De un lado, desde el triunfo de Macri en 2015 una avalancha política de signo contrario se ha apoderado de América Latina, con particular referencia a Sudamérica. No solo la derecha se ha afincado en la región, sino que Brasil ha caído en manos del más pro estadounidense de sus gobiernos desde los tiempos de la dictadura militar.
De otro lado, la posición de Estados Unidos hacia China ha dado un viraje de 180 grados. En palabras de The Economist: “La convergencia murió. Estados Unidos ve hoy a China como un rival estratégico, malevolente y no confiable… Demócratas y Republicanos compiten en sus ataques a China. Desde finales de 1940 no se veía un cambio tan rápido entre sus élites en torno a la idea de que el país confronta a un nuevo rival ideológico y estratégico” (October 20, 2018).
Para Washington llegó la hora de frenar en seco la penetración china en la región. Venezuela, el mayor exponente de la misma, se transforma así en el aquí y ahora de la determinación estadounidense de confrontar a esa presencia. A ello se une el dejarle claro a Moscú que nada tiene que hacer en un país situado a tres horas de vuelo de Miami. Más allá de la especificidad de sus problemas, Venezuela es escenario de un forcejeo geopolítico mayor.