Los términos coronavirus y globalización resultan indisociables. Desde un primer punto de vista, no podríamos hablar de pandemia de no ser por la capacidad facilitadora que un mundo interconectado proporcionó al virus para expandirse. Ciento cuarenta países del globo se encuentran hoy afectados por dicho mal.
Desde luego, no es la primera vez en la historia en que las epidemias trascienden fronteras y recorren grandes distancias. En fecha tan lejana como el siglo XIV la llamada Peste Negra causó la muerte a un número de seres humanos que oscilaba, según las distintas fuentes, entre los 75 y los 200 millones de seres humanos. Asia, el Norte de África y Europa fueron las áreas de expansión de esta pandemia. Originada en el Este o en el Centro de Asia, la misma encontró su pico en Europa entre 1347 y 1351, acabando allí con un cuarto de su población. Se trató, sin embargo, de una pestilencia que avanzó lentamente. A paso de camello a través de la llamada Ruta de la Seda que conectaba a Asia con Europa y por vía de las velas de naves mercantes genovesas que transportaban productos desde el Este de Europa hasta Italia. Desde allí se expandió hacia el resto de Europa a paso de caballo, de mula o por vía de los caminantes. Es decir, un extenso pero pasmosamente lento periplo de expansión.
El COVID 19, en cambio, no sólo se ha movido en alas de jet sino que se ha beneficiado de una tupida interconexión planetaria. A pesar de los intentos por aislar y contener al brote en su punto de inició, la fuerza expansiva de un mundo globalizado hizo inútil tal esfuerzo. A no dudarlo, si algo ha demostrado esta pandemia es el éxito mismo de la globalización en su intento por poner fin a las distancias e integrar a los seres humanos de las más diversas latitudes.
Pero no sólo el virus ha podido beneficiarse de esta interconexión planetaria. También lo está haciendo la ciencia en su intento por doblegarlo. Desde el momento en que China descifró y difundió el código genético de este coronavirus, científicos del mundo entero se han unido en el esfuerzo por analizar sus características, sus claves de transmisión y la búsqueda de una vacuna que pueda neutralizarlo. A la vez, los esfuerzos por encontrar medicamentos y métodos terapéuticos capaces de mitigar los efectos del virus, así como las pruebas para validar la efectividad de estos, hacen converger a científicos y médicos de todo mundo. La integración y conectividad de la comunidad científica internacional representa la mayor fuente de esperanza en estos momentos de angustia e incertidumbre profundas. Así las cosas, si bien la globalización fue responsable de la difusión del virus, también en ella se cifran las mayores expectativas de que la ciencia pueda controlarlo.
Sin embargo, desde un segundo punto de vista, el COVID-19 no sólo ha evidenciado los límites de la globalización en el plano político, sino que ha puesto en movimiento un proceso susceptible de cercenar su vigencia al nivel económico. Desde antes de que este coronavirus hiciese su aparición, dos fenómenos amenazaban a la globalización. De un lado, la creencia de que ésta ha generado el desplazamiento económico de ingentes cantidades de seres humanos, lo cual condujo al surgimiento de poderosos movimientos populistas en distintas partes del mundo. Del otro, avances tecnológicos que apuntan a la obsolescencia de las cadenas de suministro y de las cadenas globales de valor, claves del proceso globalizador. Lo primero desencadenó un profundo recelo frente a la aldea global y un atrincheramiento detrás de barreras nacionalistas. Lo segundo tiende a afianzar la producción de bienes y servicios cerca del consumidor final, dando al traste con los procesos productivos integrados globalmente.
El COVID ha evidenciado la fuerza del populismo y de sus poderosos instintos nacionalistas. El manejo tanto de la epidemia como de la recuperación económica bajo el “América Primero” de Trump, son clara evidencia de ello. Abdicando al liderazgo internacional que correspondería a la nación más poderosa del mundo, Trump sólo se interesa por lo que ocurra de puertas adentro. Ello incluye socavar, con fines de política doméstica, a la única institución con capacidad para coordinar internacionalmente el manejo de la pandemia: la Organización Mundial de la Salud.
Por lo demás, a decir de los expertos, para salir de la depresión económica global que se avecina, las naciones desarrolladas enfatizarán la producción en casa y la alta tecnología. Es decir, procesos productivos cercanos al consumidor final y sustentados en tecnologías de punta. Ello, no sólo porque esta sería la manera más rápida para reactivar sus economías, sino porque el COVID-19 ha puesto en evidencia los riesgos de depender de cadenas de suministro globales. En tanto más autónomo resulte un país en sus fuentes productivas y de suministro, menos vulnerable resultará frente a las contingencias mundiales.
Coronavirus y globalización conforman así un binomio altamente complejo.