Los estadounidenses siempre han albergado la creencia de haber sido escogidos por la providencia para cumplir un propósito especial. Las siguientes palabras de Herman Melville en el siglo XIX expresaban bien lo anterior: “Nosotros los Americanos somos el pueblo escogido, el Israel de nuestro tiempo. Somos los portadores del Arca de las Libertades en el mundo”. La noción de poseer un modelo de sociedad superior y de constituir la expresión de una historia excepcional en los anales de la humanidad, representan la esencia de su narrativa mitológica. También su política exterior se encuadra dentro de esta misma noción. Como bien señalaba Thomas Jefferson, la política exterior de ese país debía reposar en valores morales superiores sustentados en la religión civil del país: la democracia. En tal sentido, su sociedad tenía la obligación de servir de ejemplo a la humanidad y, por extensión, de difundir sus valores al resto del mundo.
Con la notable excepción de un realista político como Teodoro Roosevelt, quien se guiaba por concepciones de balanza de poder (como lo haría también Richard Nixon varias décadas más tarde), la política exterior de ese país siempre ha sido percibida por la mitología nacional dominante como un faro luminoso para la humanidad. De hecho correspondió a Woodrow Wilson, pocos años después de Roosevelt, convertirse en el paradigma a seguir por sus sucesores. Fue este quien le imprimió un carácter de imperativo misionero a los principios proclamados por Jefferson. El que mito y realidad no hayan seguido el mismo camino importa poco. Ello, en la medida en que esto no ha producido una disonancia cognitiva ante los ojos de la mayoría de los estadounidenses, para quienes la suya ha sido una política exterior de alto contenido moral, encargada de difundir por el mundo los valores de la democracia y de la libertad.
Esta línea de pensamiento quedó perfectamente plasmada en un importante discurso de campaña pronunciado por Hillary Clinton en 2016. Según la candidata: “Estados Unidos constituye una nación excepcional. Lo que la hace una nación excepcional es que es, a la vez, la nación indispensable…Cuando decimos que Estados Unidos es excepcional es porque reconocemos su habilidad única y sin paralelos para transformarse en una fuerza de paz y de progreso en el mundo, en un campeón de la libertad y de las oportunidades. Nuestro poder viene acompañado de la responsabilidad de liderar… No importa qué tan grande sea el reto, Estados Unidos tiene la obligación de ser el líder” (Citado por VictorBulmer-Thomas, Empire in Retreat, New Haven, 2017).
Incluso una política exterior como la de George W. Bush, que proclamó la persecución del interés nacional en términos crudos y agresivos, se creyó depositaria de una misión especial y superior. De acuerdo a esta visión, su responsabilidad era la de transformar a Irak en una vitrina democrática susceptible de difundir las virtudes de este modelo y, en el proceso, secar el pantano de la autocracia en la región. No gratuitamente, los Neoconservadores que guiaron este proceso se denominaban a sí mismos “imperialistas democráticos”, al tiempo que se proclamaban como devotos seguidores de Woodrow Wilson.
Toda esta larga tradición, o mejor dicho esta vieja narrativa mitológica, se vio súbitamente desterrada por Donald Trump. Su “América Primero” representa la abdicación a todo sentido de misión y de liderazgo internacional: Estados Unidos sólo se debe a sus intereses y a su soberanía. De acuerdo a FareedZakaria, Trump “considera que el resto del mundo carece de interés, excepto por el hecho de que en su visión la mayoría de los países sólo buscan aprovecharse de Estados Unidos” (“TheSelfDestruction of theUnitedStates”, ForeignAffairs, July/August, 2019).
En virtud de esta creencia, Trump retiró a su país del Acuerdo Climático de París, del Acuerdo Nuclear con Irán, o de la Comisión de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos, al tiempo que ha impuesto tarifas y sanciones a amigos y a enemigos por igual. Retiró inconsultamente a las tropas estadounidenses del Norte de Siria, dejando ensartados a socios y aliados, a la vez que ha insultado, amenazado y vapuleado a buena parte de los aliados tradicionales de Washington, así como a diversas instituciones que comparte con ellos.
Ahora, en medio de la pandemia más grave que ha enfrentado el planeta desde 1918 y de la mayor crisis económica global desde 1928, Trump da nuevamente la espalda al resto del mundo. No sólo retira un apoyo presupuestario fundamental a la única institución con capacidad para coordinar globalmente la respuesta a la pandemia, sino que se desentiende de cualquier iniciativa multilateral para enfrentarla.
Significativamente, este “América Primero” que da la espalda al mundo y a una narrativa histórica de identidad nacional no busca siquiera abarcar a la totalidad de sus conciudadanos, sino que se concentra en una parcela políticamente afín de estos. Al final, todo se reduce a un asunto de ego y a una apuesta electoral.