Richard Nixon se encuentra entre los mejores presidentes estadounidenses en el área de política exterior. Llevó adelante una histórica apertura de compuertas con la República Popular China, negoció la salida de Estados Unidos de Vietnam y llevó a cabo una política de distención con la Unión Soviética que incluyó un ambicioso tratado de limitación de armas nucleares. Entrelazando los hilos de cada una de esas acciones, logró que éstas se retroalimentaran. Así, su acercamiento a Pekín hizo que la presión de este régimen se volcara sobre las autoridades de Vietnam del Norte, facilitando las negociaciones de paz con Estados Unidos. De la misma manera, ello obligó a Moscú a buscar una aproximación hacia Washington y a negociar con aquel múltiples áreas contenciosas, particularmente en armamento nuclear. A la vez, su distención con los soviéticos presionó a los chinos para que se hiciesen aún más flexibles. Nixon supo utilizar a los adversarios de su país como auténticas marionetas, haciéndolos competir entre sí para alcanzar el favor de Washington.
Su visita a Pekín espantó a Moscú, de la misma manera en que su visita a Moscú espantó a Pekín y ambos acercamientos convencieron a la vez a Hanoi de la necesidad de buscar un arreglo negociado con Washington para no quedarse sólo. Todo ello otorgó a Estados Unidos las riendas de la iniciativa estratégica. John Lewis Gaddis, gran historiador de la Guerra Fría, señalaba que los logros de Nixon en este campo resultaron dignos de los de Metternich, Castlereagh y Bismarck, los tres mayores estadistas del siglo XIX europeo.
El pueblo estadounidense supo recompensar a Nixon en 1972 con una apabullante reelección. Su oponente Demócrata, George McGovern, obtuvo apenas 17 votos electorales frente a 520 de Nixon. Sin embargo, dos años más tarde Nixon debía renunciar a la presidencia. Entre la victoria y la humillación se encontró el escándalo Watergate. El haber autorizado una operación de espionaje doméstico en las oficinas del partido Demócrata, localizadas en el edificio Watergate de Washington, y el haber mentido sobre su involucramiento en esta acción, destruyeron su presidencia. Sometido a una iniciativa de “impeachment” por parte de los Demócratas en el Senado, Nixon se vio obligado a renunciar cuando las autoridades de su propio partido en dicho cuerpo le hicieron saber que no lo respaldarían. En efecto, los Republicanos dieron más importancia a la preservación del estado de derecho que a la permanencia en el poder de un correligionario excepcionalmente exitoso.
Acelerando el curso de la historia hasta 2020 nos encontramos con un partido Republicano muy distinto. Donald Trump ha intentado por todos los medios a su alcance dar un golpe de Estado que en nada desmerecería a un Lukashenko o a un Sisi. Desconociendo el veredicto de los votantes en las elecciones de noviembre pasado, el actual ocupante de la Casa Blanca ha recurrido a todas las estratagemas posibles para no abandonarla.
Ha buscado que las autoridades electorales de su partido no certifiquen las victorias de los Demócratas en distintos estados; ha intentado que los miembros del Colegio Electoral no respeten el mandato que le fue dado por los electores; ha sometido a la agresión de sus partidarios a todos aquellos que no se han doblegado a sus presiones; ha intentado que las Asambleas Legislativas controladas por los Republicanos no designen a los miembros del Colegio Electoral elegidos, sino que designen a otros que lo apoyen; persigue que la Cámara de Representantes del Congreso desconozca al Colegio Electoral y designe directamente al ganador; ha desconocido y descalificado los dictámenes de la Corte Suprema de Justicia, así como los de las numerosas cortes federales y estadales que se han pronunciado en contra de sus acciones legales. Y así sucesivamente. Todo ello acompañado de una retórica incendiaria llamada a echar por tierra la fe de sus seguidores en el sistema electoral y en los resultados de la contienda. El ataque de Trump a las instituciones y al Estado de Derecho pareciera no tener límite.
Bien podría argumentarse que Trump no es más que un cuerpo extraño dentro del Partido Republicano, al cual ha sometido gracias a su agresivo populismo. Sin embargo, las cosas van mucho más lejos. Más de sesenta por ciento de los miembros Republicanos de la Cámara de Representantes están en connivencia activa con sus excesos, mientras noventa por ciento de los Republicanos en el Congreso no han reconocido el triunfo de Biden. Conscientes de que desde hace ya varias elecciones presidenciales no han sido favorecidos por el voto popular, los Republicanos habían venido desarrollando una estrategia llamada a restringir o manipular a su favor dicho voto. Sin embargo, pasar de allí a apoyar de manera expresa o tácita el desconocimiento a unas elecciones presidenciales es un salto mayor. A no dudarlo, el Partido Republicano de la era Watergate no guarda relación alguna con el actual.