La identidad humana y cultural de América Latina deriva de la fusión de tres razas y de sus respectivos bagajes culturales. Blancos, indios y negros se amalgamaron en aquello que Bolívar llamó “una especie de pequeño género humano”. El resultado final de esta mezcla generó un producto final que resultó distinto a la simple suma de sus componentes originarios. La arquitectura colonial barroca de México, los países andinos o Brasil, así como las esculturas barrocas de este último, se encuentran entre las grandes joyas artísticas del mundo. Estas no hubieran podido ser producidas en Europa, América precolombina o África. Sólo la fusión de culturas pudo generar un resultado tal.
Otro tanto podría decirse del catolicismo latinoamericano, el cual emana de un sincretismo muy particular. Tal como señalaba Arturo Uslar Pietri en su Fantasma de Dos Mundos, junto a los ángeles católicos, los diablos africanos y los dioses indígenas entraron a nuestras iglesias. En palabras de Carlos Fuentes, en su Espejo Enterrado: “De la misma manera en que la diosa de los aztecas Tomantzin fue transformada en la Virgen Católica morena de Guadalupe, la diosa africana del mar, Yemayá, habría de transformarse en Cuba en la Virgen Católica de Nuestra Señora de la Regla, patrona de los marinos”.
Ahora bien, a pesar de este rico crisol, no puede equipararse la influencia cultural ejercida por cada uno de sus componentes originarios. La influencia blanca ibérica resulto claramente preponderante. De ella emanaron, lengua, religión, leyes y valores familiares. Más aún, mientras la influencia ibérica juega un papel centrípeto, las influencias indias y africanas juegan un papel centrífugo. Es decir, mientras la primera congrega, las segundas disgregan. En efecto, los componentes indígenas y negros resultan altamente heterogéneos tanto en origen como en rasgos culturales. En el México de hoy, 66 pueblos indígenas diferentes hablan más de 70 lenguages. En Perú, 55 pueblos indígenas hablan más de 40 lenguas diferentes. En Guatemala hay 23 lenguas indígenas en uso y en Bolivia 36. Más aun en Venezuela, donde la población indígena representa apenas el 2,2% de la total, existen 44 poblaciones indígenas diferenciadas.
Algo similar podría decirse del componente poblacional de origen africano. Los esclavos traidos a la América Ibérica provenían de un extensa variedad de tribus y regiones del Oeste de África. Tal como señalaba Darcy Ribeiro en su obra O Povo Brasileiro: “Los negros traídos a Brasil desde el África del Oste pertenecían a cientos de grupos tribales distintos y hablaban en lenguas y dialectos no inteligibles entre sí”. A ello habría que agregar que, en tiempos coloniales, españoles y portugueses disgregaban a los esclavos de un mismo origen para evitar rebeliones y facilitar su proceso de aculturación. Como resultado, las culturas africanas de Iberoamérica fueron creadas en la propia región a partir de la trasmisión oral de recuerdos. Ello las hace aún más heterogéneas. En Cuba conviven numerosas religiones de origen africano, entre las que destacan el Palo, la Santería o el Abuka. Cada una con su propia especificidad. Otro tanto en República Dominicana con 21 religiones africanas diferentes. Y así sucesivamente.
El predominio blanco-ibérico resultó, por lo demás, claramente dominante. A lo largo del siglo XIX, una vez obtenida la independencia, el control de las élites blancas se sustentó en una profunda subvaloración de cuanto proviniese de raíces indígenas o africanas. Ello no sólo aplicaba en relación a tales culturas en su estado puro sino también a sus fusiones con el elemento blanco. Fue así que el movimiento Positivista llegó a equiparar las mismas con la “barbarie”. Hubo que esperar hasta la Revolución Mexicana, y a la labor militante del Ministro de Cultura de la época José de Vasconcelos, para que en América Latina se revalorizara el mestizaje. En palabras de Carlos Fuentes, fue la primera vez que el país pudo afrontar la totalidad de su pasado y debió aprender a convivir con las contradicciones inherentes a su identidad plural.
Por otro lado en las primeras décadas del siglo XX surge en Perú el llamado movimiento “indigenista”, el cual miraba a dicha cultura como la fuente originaria de sus valores nacionales. Intelectuales y políticos como Manuel Gonzalez Prada, Juan Carlos Mariateguí y Victor Raúl Haya de la Torre, buscarán hacer del componente indígena la esencia de la identidad patria. Por la misma época, un proceso similar de validación comienza a darse en Cuba en relación a la identidad negra. Alejo Carpentier resaltará la importancia de las raíces africanas en la cultura caribeña, mientras el poeta Nicolás Guillén dará origen a un moviento poético “negrista”, que revalorizará esta fuente cultural. Con la excepción de Argentina y Uruguay, América Latina reconoce hoy al mestizaje como fuente fundamental de su identidad y fuerza cultural, al tiempo que da pleno valor a sus fuentes indígenas y africanas.