Las primeras expresiones globales de esa institución llamada la compañía se remontan al siglo XVII y encuentran su expresión más acabada en Holanda, aunque no pasará mucho tiempo antes de que Inglaterra y Francia surjan como rivales. En algunos casos su capital era privado y sus acciones se encontraban ampliamente diseminadas entre el público, como ocurría con las de Holanda e Inglaterra. En otros, como ocurría en relación a Francia, el capital era estatal. En ambas situaciones, sin embargo, la compañía se transformaba en brazo ejecutor de las políticas imperialistas y mercantilistas del Estado. A ella correspondía la conquista y colonización de los territorios de ultramar con miras a conformar monopolios comerciales que alimentasen los cofres del Estado. Para ello contaban con ejércitos y flotas propios, ejercían funciones de gobierno y administraban territorios con absoluta autonomía y guerreaban con países y empresas rivales.
La Compañía Holandesa de las Indias Orientales, encargada del comercio de las especies con el Extremo Oriente, fue la primera gran corporación planetaria. La misma contaba con 150 barcos, 40 navíos de guerra de gran tamaño, 50.000 empleados y un ejército privado de 10.000 soldados. Las compañías inglesas y francesas de las Indias Orientales la alcanzaron en tamaño algún tiempo después y entre las tres habrían de disputarse países, rutas comerciales y control de materias primas.
Inglaterra llevaría a su máxima expresión esta visión corporativa del comercio y de las relaciones internacionales. Para 1756 Robert Clive, al frente de los ejércitos de la compañía británica, había conquistado para su país gran parte del territorio de la India. De hecho, Inglaterra había dado las primeras expesiones incompletas en este sentido un siglo antes con las Compañía de Virginia y la Compañía de Plymouth, encargadas de la colonización de parte de Estados Unidos. A diferencia de la Compañía de las Indias Orientales, bajo la cual Robert Clive desarrolló sus conquistas, aquellas actuaban bajo una distribución clara de actividades dentro de la cual la Corona ejercía las fuciones de gobierno. Habría que esperar hasta 1858 para que Gran Bretaña asumiera directamente el control de las funciones de gobierno en la India. Hasta entonces las mismas habían estado en manos privadas. No obstante, todavía para finales del siglo XIX e inicio del XX Cecil Rhodes, al frente de varias compañías privadas, logró hacerse con el control de Suráfrica y Rhodesia (actuales Zambia y Zimbabue).
La compañía del siglo XXI, expresión de la globalización económica, representa la antítesis de lo anterior. Ello merece un poco de explicación. La línea de ensamblaje, que desde los tiempos de Henry Ford se convirtió en la esencia de los procesos fabriles, ha llegado a un punto tal de especialización que simplemente se ha desmembrado. Los numerosos componentes de un mismo producto final suelen ser manufacturados en fábricas localizadas en distintos países. Dentro del modelo vigente la gran corporación va a la caza del obrero de menor costo para cada fase del proceso de manufactura dondequiera que este se encuentre. Pero, a la vez, persigue al ingeniero, al analista financiero, al contador o al encargado de atención al público de costos más económicos. Desde luego, esto último lo hará dirigiéndose al país donde confluyan mayores niveles de calificación y menores costos para cada función en particular.
Ahora bien, la tendencia prevaleciente es no sólo la de externalizar labores de manufactura y servicios a otros países sino también, y más significativo aún, la de externalizar a otras compañías tales procesos y responsabilidades. Las funciones fabriles o de servicios, a las que hacíamos referencia, tenderán en muchos casos a no ser realizadas por las propias multinacionales, sino contratadas a terceros. Es decir, a compañías situadas en las más diversas latitudes. Lo anterior para desembarazarse de costos y obligaciones laborales que, de otra manera, pesarían sobre sus arcas. En función de esta tendencia la gran corporación contrata a terceros todo aquello que no le resulte medular. Al final, la gran corporación terminará resguardando celosamente marcas y patentes, que resultan sus dos activos fundamentales, y externalizando tantas funciones como le sea posible. Ello otorga un carácter crecientemente incorpóreo a la multinacional de nuestros días.
Desde la materialidad absoluta expresada por vía de ejércitos y armadas hasta la inmaterialidad actual, la evolución de la gran corporación ha resultado inmensa. Sin embargo, esta inmaterialidad puede resultar aún más grande en el caso de muchas de las empresas de alta tecnología. Empresas como Google o Facebook sobrepasan con creces, por vía de sus algoritmos, el poder que llegaron a tener las compañías inglesa u holandesa de las indias orientales. La omnipresencia de este poder es algo que jamás hubiesen podido aspirar un Clive o un Rhodes.