El salto tecnológico amenaza al capitalismo por un doble frente. De un lado por vía de la destrucción de empleos, lo que por extensión conlleva al achicamiento sistemático de la demanda. Del otro a través de la carrera hacia el cero costo marginal, lo que por extensión representa ir ahogando el incentivo del lucro que nutre al sistema. El l avance exponencial de la tecnología digital, valga decir de la automatización y la robótica, va haciendo desaparecer empleos en un sector tras otro del mundo desarrollado. A su vez, al abaratar los costos productivos en estos países, hace desparecer el incentivo a recurrir a la mano de obra más barata del mundo en desarrollo, afectando también a este último.
Los robots industriales van tomando las plantas manufactureras de Estados Unidos, Europa y Japón con la misma eficacia con la que las hordas de Genghis Khan tomaban las ciudades que se alzaban en su camino. También China se ha sumado a este proceso. Según el reconocido analista económico Joseph G. Garson se avanza, en efecto, hacia el fin de la mano de obra humana en las fábricas del mundo, donde para 2040 sólo restarán algunos pocos millones de empleos en este sector. Pero también en el sector de los servicios los empleos se ven arrollados por el impacto tecnológico. Incluso el comercio al detal, refugio tradicional de los desplazados de áreas de mayor calificación, se apresta a adentrarse en la automatización. No sólo presenciamos una feroz competencia entre las ventas online y las de dependientes de carne y hueso, sino que el coto de estos últimos está siendo también crecientemente tomado por las máquinas. Dentro de pocos años en supermercados y grandes tiendas sólo podrá pagarse a cajeros automáticos.
Las empresas compiten ferozmente entre sí mediante el recurso a la tecnología, con miras a abaratar sus mercancías. De lo que no parecieran darse cuenta, en medio de esta carrera desesperada por desplazarse los unos a los otros, es que los empleados de los que se deshacen en el proceso son consumidores que ya no estarán en capacidad de adquirir sus productos.
Pero junto al fenómeno citado encontramos a otro: la presión hacia el cero costo marginal al que también empuja la tecnología. En una economía capitalista el beneficio es hecho en los márgenes. Dentro del proceso de elaboración y comercialización de un producto dado, cada parte involucrada incluye un margen de ganancias que justifique su participación en el mismo. Sin embargo gracias a la Internet y a la ubicuidad de la computación, en diversas áreas de la economía existe ya capacidad para obviar a la cadena de participantes, así como a sus márgenes acumulativos de ganancia. Esta tendencia va acercando al cero costo marginal y abaratando radicalmente el producto final. En el proceso, sin embargo, industrias enteras se ven condenadas a la extinción al desaparecer el estímulo a la inversión que las nutría. El streaming es buen ejemplo de como puede eliminarse a una extensa cadena de participantes. Por su parte, industrias como la discográfica, la fotográfica o la del video se encuentran entre las víctimas de este proceso. Hacia esta dirección apunta también la industria del cine. ¿Cuanto tiempo más sobrevirá Hollywood ante salas de cine crecientemente vacías?
Dado que el salto exponencial de la tecnología no puede ser detenido y probablemente tampoco controlado, la gran pregunta es cómo reaccionar frente a él. Dentro del binomio capitalismo-tecnología ha habido dos propuestas que lucen particularmente interesantes. La primera es dada por Martin Ford en su obra The Rise of the Robots y apunta hacia la primera de las dos vertientes, es decir hacia la crisis de consumo a la que conduce el desempleo tecnológico. La segunda proviene de Jeremy Rikfin en su libro The Zero Marginal Cost Society y se dirige al área del cero costo marginal. Para Ford lo fundamental es apuntalar al capitalismo creando un subsidio estatal que garantice al desempleado su posibilidad de supervivencia y, por supuesto, su capacidad de consumo. Para Rifkin, en cambio, el mundo avanza hacia una era comunal global llamada a trascender al capitalismo. Así, por ejemplo, un consumidor posibilitado de transformarse en productor gracias a una asequible impresora 3D y en virtud de costos de energía limpia que apuntan a cero puede, a la vez, mercadear gratuitamente su producto vía Internet.
Las propuestas de Ford y Rifkin lucen igualmente inviables. El subsidió planteado por el primero difícilmente podría tomar forma ante estados cuya recaudación fiscal se vería contraída por la reducción del ingreso individual y el achicamiento de la ganancia corporativa de allí derivado. A su vez el mundo idílico preconizado de Rifkin podría materializarse en islas de clase media pero jamás podría hacerse extensivo a siete millardos de seres humanos. En cualquier caso el denominador común es la crisis del capitalismo a la que conduce el salto tecnológico. Una crisis que cada vez luce más como un progresivo pero inexorable suicidio.